El viento era insoportable, por lo que abrió los ojos para conocer la terrible verdad, estaba cayendo por un eterno abismo hacia lo desconocido. No era que no recordase donde estaba, sino más bien porque por sus ojos no veía nada, solamente la densa e infinita oscuridad. La luz en ese mundo y en ese momento no tenía más cabida que en las lagunas de su memoria. Solo podía deducir una cosa: simplemente caía y caía.
Ya despierto, en una primera instancia, nada salía de su cabeza salvo unos gritos, unos gritos ahogados por el fuerte viento, producto de ese aparente descenso eterno hacia la incertidumbre. Más tarde, ya algo más relajado, intentó razonar su situación como la velocidad de caída, pero esta era lógicamente incalculable e inútil y, además su condición de escritor frustrado solo hacía que de su mente prácticamente solo saliesen metáforas baratas como "mar de petroleo u océano de perdición".
Todo esto tenía gracia porque poco y nada líquido había en aquel negro entorno. Y mientras tanto caía y el viento secaba su boca que necesitaba ser cada vez más hidratada. Además, por si fuera poco, más débil se encontraba a medida que bajaba y descendía hacia la oscuridad. Moría mientras caía y a medida que caía y caía, peor y peores pensamientos razonaba. Llegó incluso a no estar muy seguro de que finalmente llegase vivo a ese suelo, de piedras o cualquier otra cosa que le esperase en su destino fatal.
Ya no pensaba, ya poco sentía y mientras tanto caía y caía, hasta que finalmente cayó, inconsciente y dormido.
Cayó para despertar con un roce en sus labios, para despertar con un beso de esos que resucitan y que desde las profundidades te hacen caer hacia arriba, hacia la vida.