Érase una vez, un pueblo tan pobre, tan pobre que solo tenía papeles recortados. Estos papeles tenían un valor tan grande, tan grande que su precio era directamente proporcional al tiempo empleado por las personas del lugar para conseguir tan preciado bien.
Decían ser felices, pero un día de invierno todo cambió. Sin previo aviso, el valor de éstos recortes se desplomó de tal manera, que muchos empezaron a tener serios problemas para sobrevivir con los mismos papeles, que días antes les cubrían sus necesidades básicas. Sin embargo para esta gente, que no era tonta, lo peor llegó, en realidad, cuando se dieron cuenta de que no eran los papeles los que habían perdido el valor, sino que era el tiempo de sus vidas que habían destinado a conseguir esto, el que ya poco o nada valía. Entoces, abatidos, angustiados y frustrados, se juntaron en la plaza central para ver qué hacer ante esta catástrofe. Sin respuesta, el debate se alargó hasta la helada noche y, para continuar la charla, hicieron una hoguera quemando lo único que tenían.
En ese momento ni se enteraron pero, a partir de ahí, dejaron de tener frío.
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