Llevaba ya unas cuantas vueltas sintiendo un vacío en el paladar, pero el verdadero dolor lo tenía ahora: le apretaba en el pecho. No había manera. Tenía las fosas nasales resecas y congeladas cuando frenó en seco, para caer abatido en medio de la pista. Empezó a notar como el frío se clavaba en su indefenso cuerpo y de como había endurecido al caucho convirtiéndolo algo realmente incómodo para su espalda. Miró al cielo estrallado y vio al vaho desprendiéndose de todo su cuerpo, como si se desintegrase.
Sabía que estaba deshidratado cuando empezó a llorar.
-¿Por qué te paras? -preguntó el corredor de la pista cuatro que pasó a su costado.
-¿Estás llorando? -dijo, sin detenerse, el velocista de la pista uno.
-¿Otra vez? -comentó después, resignado, el atleta de la pista seis.
Notó una presencia y giró su cabeza a la derecha, en dirección a la grada. Allí estaba con las gafas, la gorra y el silbato. Su entrenador le miró un instante en silencio.
-¿Qué ocurre chaval?
-Mi pecho, no puedo más.
-Será mejor que te levantes y andes, antes de que el frío te gane la carrera.
-Me cuesta respirar.
-Levántate y continúa lentamente. Trota si quieres, pero nunca frenes. El dolor te va a durar un rato más, así que tranquilo, sécate las lágrimas y respira. A veces conviene frenar para acelerar en el momento preciso. Cambia de ritmo, juega con los pies. Ya sabes que hacer: no dejes jamás que el frío te gane.
El chico se levantó y, a ritmo muy pausado, empezó una vez más con la marcha. El dolor, naturalmente, permaneció en su pecho durante más tiempo, pero las lágrimas y sus problemas ahora descansaban varios metros atrás.
La pista cinco seguía siendo la suya.
La pista cinco seguía siendo la suya.
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