"Tú naciste para volar" me dijo mi abuela el día que cumplí los dieciséis años, justo antes de darme un último abrazo que a día de hoy me sigue abrigando. Desde ese momento empecé a remar por el
infinito en búsqueda de nuevos mundos. No estoy muy seguro de ello, pero creo que pasaron casi seis años
desde aquel momento.
Era el más joven de un pueblo envejecido y condenado a desaparecer. Era de los pocos herederos de los primeros ancestrales y el único de ellos educado para emprender tal misión. A día de hoy a veces me regresa la duda, pero supongo que era la persona indicada.
Remé siguiendo las viejas rutas (tal como me enseñaron) y me dejé llevar por las estrellas -de noche- y comprendí las voluntades de los vientos y corrientes -de día-. Desde la distancia, puedo decir que no tardé demasiado en encontrar la primera isla, pero esas primeras leguas marinas se me hicieron eternas.
La primera isla que encontré por poco me mata. Una roca inmensa en mitad del azul. Una pared eterna protegida por muros de coral muerto. Me costó entender su naturaleza, y tardé varios días en atravesar aquellos acantilados y barreras mortales. Llegué en un día revuelto, como si no fuera bienvenido en aquel desolador lugar. He de confesar que, finalmentem cuando ya pisaba sobre ella, me he podido morir más de una vez debido a la bravura de la fauna y de la engañosa flora autóctona. Todavía conservo cicatrices, y mi tobillo jamás volvió a ser el mismo. Esa isla me marcó de por vida.
Un peligro constante, que me ha llevado a vivir situaciones límites. Y sin embargo, eso es lo que me encantaba, ya que fue ahí donde aprendí a ser fuerte. Mis sentidos se agudizaron, y mi inteligencia se enfrió hasta que me convertí en un audaz depredador de la isla. Por las noches, dormía sobre la arena negra de sus costas pensando en lo gratificante que era saber ser el único humano viviendo allí. Nadie más fue capaz de conseguirlo. Solo yo. Le puse un nombre, y me la guardé para mí. Cuando me acostumbré a ella, decidí continuar mi camino. Porque no era una isla para vivir cómodamente, sino más bien una isla para sobrevivir y aprender en ella. Quizás, el día tranquilo de mi marcha confirmó la paz que entre ella y yo jamás necesitamos.
Esa isla fue mi primer secreto.
El segundo viaje fue mucho más largo que el primero. Atravesé lentamente por un desierto azul, condenado a morir de sed cuando estaba rodeado de agua. Fueron semanas y meses largos. Paso a paso, dejé de ser, me debilité hasta el punto de moverme automáticamente, sin pensar, sin sentir. Mi cabeza se limitaba a escuchar el agua, en búsqueda nuevas arenas por conquistar cuando yo estaba siendo el conquistado por el mar.
La segunda isla llegó sola, cuando mi cabeza dejó de estar pendiente de lo que ocurría en este mundo. Solo sé que desperté bajo la lluvia más dulce de mi vida, sobre la arena más cómoda del mundo. Arena roja. Cuando me levanté lo supe: Había naufragado en el paraíso.
Mucho más grande y abundante que la anterior, esta isla tenía todo lo necesario para una cómoda susbsitencia. Los árboles frutales eran abundantes, la fauna marítima abundante. Todo el terreno se planteaba al rededor de un majestuoso volcán que permanecía dormido. El tercer día de la tercera semana subí a la cima. Allí descubrí que la cara sur de la isla guardaba la humedad las nubes que llegan por el sur y chocan contra el volcán, de esa cara se podía encontrar una pequeña fuente de agua potable. Le puse nombre al lugar y bajé por la ladera austral. Allí me di mi primer baño en mucho tiempo, justo antes de establecer el campamento. Viví comodamente en aquella isla durante varias lunas.
Sin embargo los meses pasaban, y cada vez me sentía más aburrido, y por lo tanto, más solo. Tampoco había nadie viviendo ahí. Aquella abundancia que había aceptado con los brazos abiertos después de haber pasado varios meses en el hastío, ahora se había convertido en rutina y aburrimiento. Él único reto que me pudo haber ofrecido la isla fue el temblor de tierra que precedió el día de mi marcha. El volcán solo estaba durmiendo la siesta. Recogí todos los suministros que pude y me despedí agradeciendo al volcán o a lo que sea que me haya llevado hasta allí.
El viaje continuó, y aparecieron islas, piedras, atolones o islotes de todo tipo, pero ninguna como las anteriores. Las dudas acompañan el remar, y abundan sobretodo cuando llega la marea baja. No sé hacia donde voy o si viajo en círculos, pero creo que la deriva y el viento me llevan más lejos que mis propios brazos. Pienso en mis islas y hay veces que no las quiero, y sin embargo deseo al mismo tiempo tener dos, tres o tres cientas más.
¿Qué tan rico soy si teniendo dos islas, al mismo tiempo no tengo ninguna?
"Naciste para volar" me contesto, cada noche de luna llena.
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