jueves, 22 de marzo de 2012

El autobús largo

Pudiendo escoger cualquier autocar de la parrilla, opté por el largo, el de las tres horas, el que salía a las 17:30. ¿La razón? era mucho más barato y no me importaba esperar un poco más de trayecto. Además me hacía cierta ilusión el pasar y hacer escalas por otras localidades de los campos de Castilla.

Llevaba cinco horas durmiendo, y mi asiento se encontraba en primera fila. Aunque mis pies apenas cabían en ese reducido espacio, me encontraba realmente cómodo. Mi compañero de ventanilla hablaba demasiado rápido para que nadie le entendiera. El colectivo ya estaba en marcha. El cielo era un espesísimo manto gris, había llovido todo el día. El conductor se llamaba Miguel Ángel.


Uno por uno el autobús pasaba por pueblos cada vez más minúsculos escondidos en medio de la tenue oscuridad de la nada. Algunas veces paraba y subían y bajaban personas, otras veces no ocurría nada. Personas con miradas extraviadas vagaban gracias al autobús de poblados a aldeas, de aldeas a barriadas. Todos ellos dejaban de existir una vez descendían por la puerta del autocar en dirección a  estos lugares dudosos. Y el conductor se limitaba a conducir, aunque los conocía a todos.

El sol no existía, todo era gris. Un gigante a lo lejos caminaba hacia el orizonte perdiéndose entre los bajos cielos. Justo antes de desaparecer en el infinito, cambió la forma para volver a convertirse una semiesfera anaranjada que ya se ocultaba en el horizonte para dar paso a la noche.

En medio de la oscuridad, el bólido se guiaba mediante las bandas sonoras de la carretera. Las gotas de la llovizna y la descoordinación de los limpiaparabrisas marcaban el compás del trayecto. Unas luces de colores misteriosas surgieron en la distancia, la cercanía nos reveló la verdad: un accidente fatal, un accidente mortal.

Meditando sobre la vida y la muerte, noté como el tiempo empezó a ser impreciso y relativo. Fue ahí cuando el autobús castellano me transportó por instantes a la zona oeste de Rosario y a la zona sur de la costa levantina. Unas curiosas coincidencias que rozan la vena nostálgica del camino.

Cuando por fin llegamos a nuestro destino, yo, el único pasajero que quedaba del bus, cogí mi maleta y me baje, no sin antes.despedirme del conductor, con quien había tenido una breve conversación. Antes de cruzar la puerta de la terminal, me giré para comprobar que ese viaje nunca existió como tal.

Pues al girarme descubrí un ramo de flores con una nota que coronaba la dársena que antes ocupaba el autobús largo.

"Descanse en paz Miguel Ángel Montoya".

"Siga trabajando en paz Miguel Ángel Montoya" corregí. Y me fui a casa.

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