Sentado en frente de las llamas de la pequeña hoguera, tocaba una melodía etérea con su flauta dulce bajo la majestuosa luz de la luna. La leve y fresca brisa no modificaba la serena improvisación de nuestro guerrero, sino que matizaba y transportaba el sonido a lugares más lejanos, más allá de la luz de aquella tímida fogata.
Atraídas por el recital, las sombras del frío desierto se congregaron al rededor de nuestro héroe para contemplar semejante espectáculo. Algunas se elevaron en el aire para tener una mejor visión del concierto, otras prefirieron quedarse a ras del suelo, para abrazar el escaso calor que quedaba en la superficie de esa tierra. Atraídas por el recital, se acercaron al guerrero y a su flauta, pero teniendo la precaución de no acercarse demasiado, para no volver a morir bajo la luz.
Fue así como rodeado por la oscuridad, nuestro héroe se dio cuenta de que no estaba solo. Entonces dejó de tocar y miro al rededor. Las sombras se habían ido. Y al comprobar esto, lo entendió todo. Sonrió. Así pues, acto seguido, cogió un poco de tierra, la lazó al fuego, extinguiéndolo, y reanudó: Siguió tocando su imperturbable improvisación.
Entonces, ya envuelto por el negro manto de la noche, contempló la oscura celebración de sombras que bailaban en silencio entorno al sereno sonido de la flauta dulce de nuestro ya no tan solitario guerrero.
Una apagada fiesta perdida en un desierto que había desaparecido...
hasta que vuelva el sol.
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