desde la fría y profunda caverna,
una llama solitaria y verde
ilumina el burbujeante caldero.
En él, hierven y se subliman
jeroglíficos y palabras sin sentido.
Todas cuidadosamente colocadas
para permanecer desordenadas
por siempre en la realidad.
El maestro alquimista supervisa la operación
y su ayudante vela porque la verde llama
permanezca encendida para continuar la magia.
Y unas palabras ordenadas por el ser superior
hacen que la operación sea completada,
en aquel almizcle del caos,
para que después sea derramado con mucho cuidado
en aquellas tierras sagradas y ancestrales, primero
y en aquellas tierras vulgares y mundanas, después.
Gracias a esto, las guerras continuaron floreciendo;
el hambre crecía donde la gula ausentaba
y epidemias mortales consumaban últimas voluntades.
Y desde la entrada de la caverna,
oteando el horizonte, contemplando el panorama,
el maestro alquimista aprueba el resultado,
regresando así a la húmeda cueva
regresando así a la húmeda cueva
contento de haber hecho bien su trabajo.
Todo seguía en (des)orden.
Todo seguía en (des)orden.
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