jueves, 16 de mayo de 2013

Juego de pelota

Cuentan que el muro era alto, largo, liso y gris... y dividía la población en dos, o mejor dicho, separaba a dos poblaciones que simplemente se odiaban. Hasta tal punto era el rechazo que ninguna puerta, puente o túnel había que uniese ambos poblados.

Por una parte, estaban los unos, y por la otra estaban los otros. Así se hacían llamar desde su perspectivas. Ambos pueblos se habían desarrollado favorablemente por su cuenta a la sombra del muro, que llevaba unos cuantos siglos impidiendo la comunicación entre estas gentes. La mayoría de las personas de los dos lados desconocían el origen y fin real del muro, pero todos sabían que no querían saber nada de los desconocidos que hacían su vida más allá de aquella pared fría de piedra.

El pueblo de la cara este era un pueblo que no había hecho nada más que prosperar económicamente desde la fundación del muro. Esto era un hecho conocido por todos, y por ello, creían que la gente del oeste no era más que una panda de haraganes que alguna vez se había aprovechado del trabajo y tenacidad de la gente del este. Por ende, todos sus habitantes vivían felices y tranquilos por hacer sus vidas sin pensar en lo que los demás tramaban  más allá del muro. Tal era la despreocupación que prácticamente nadie había tenido el menor interés de cruzar aquella barrera fría y gris... hasta que llegó el niño.

Dicen que una tarde de primavera un grupo de pequeños jugando a la pelota cerca del muro es sorprendido por la mala suerte. La pelota que solían rebotar de forma ingeniosa contra la pared, por circunstancias del azar, fue a parar al otro lado del muro dejando a los amigos sin su diversión favorita. Desolados como si su propia vida se hubiese caído al otro lado del muro con aquella esfera, regresaron, uno a uno, cabizbajos a sus respectivas casas. Solo se quedó uno, el más joven del grupo quizás, el pequeño Itzel, quien sentado y abatido contemplaba enfrente del muro como el sol caía por el oeste.

Él era el dueño de la pelota y su familia era pobre y humilde. Sabía que una pelota y menos una como esa, era algo muy difícil de conseguir para alguien como él. Por esta razón solo, sentado a la sombra de la colosal barrera gris esperó impotente mientras la suave brisa primaveral se enfriaba con el ocaso.

Ya era casi de noche cuando se levantó convencido de que no iba a volver a ver jamás a su adorado juguete. Se lamentaba en silencio mientras emprendía su camino casa cuando de pronto, ocurrió el milagro. Un seco ruido a su espalda, que le erizó de arriba a abajo, sonó detrás del niño. Anonadado se giró para comprobar lo sucedido: su pelota estaba allí. La recogió y la observó con sumo cuidado, pero no por mucho tiempo porque de la emoción, regresó corriendo a casa.

Al día siguiente, el joven Itzel regresó muy temprano al muro. Había pasado la noche en vela preguntándose como era que la gente malvada del oeste le había devuelto la pelota. Además había hablado de esto con sus padres, que  lo negaban afirmando que en realidad, la pelota jamás cruzó al otro lado sino que se perdió entre las hierbas altas que crecen cerca de la gran pared. Entonces, ya enfrente del gigante de piedra, Itzel se plantó frente a la pared y en un acto de fe, para quitarse la duda, volvió a lanzar la pelotita y se quedó ahí esperando.

Y al rato la pelota regresó volando con una suave parábola. El joven no se lo pensó dos veces y volvió a lanzarla al otro lado, y enseguida se la devolvieron. Su cabeza volaba. Que esto ocurriese una vez era un milagro, que ocurriera dos veces era una casualidad pero tres, tres veces ya era un hecho. Por eso, de un arrebato de curiosidad metió las manos en los bolsillos y sacó un desgastado lápiz, que usó para escribir en la cara de la pelota la palabra mágica: "Hola" y volvió a arrojarla más allá de la pared. La respuesta no llegó hasta media hora después con un mensaje escrito sobre el mensaje del chico borrado "perdón, no encontraba un lápiz" rezaba el mensaje. Mientras Itzel observaba minuciosamente la pelota en busca de más mensajes, era inconsciente de estar frente a la primera comunicación entre lo hombres del este y del oeste desde la fundación del muro. Y aun con todo, para él esto no era más que un juego de pelota.

Pasaron primero los días, después las semanas y más tarde los meses. Itzel acudía religiosamente siempre que podía al muro para jugar con la otra persona del oeste. Al principio no se escribían mucho, la pelota no tenía grandes dimensiones como para ser escrita, pero esto poco importaba para unos niños que solo querían divertirse. No se preguntaban los nombres, solían hablar de cosas concretas y triviales y de cuándo quedar solo para volver a jugar. Pero esto no tardó en cambiar, y la pelota pasó entonces de ser el contenido a ser el contenedor del juego. Se empezaron a pasar, mensajes más extensos junto con otras cosas pegados a la pelota.

La gente del este no daba crédito a la situación y veían desde la distancia (sin acercarse demasiado) como el pequeño Itzel intercambiaba pelotazos con alguien del otro lado. Guiados por los rumores de la población, la familia de Itzel hizo todo lo posible para impedir el contacto que tuviera él con el ser del otro lado del muro, pero sus intentos eran en vano. El niño siempre se salía con la suya y no tardaba en regresar al muro.

Finalmente, viendo la fuerte voluntad de su hijo, la familia acabó cediendo ante sus deseos permitiendo sus visitas al muro pero de una forma regulada. Por otra parte, las demás personas poco a poco se fueron acostumbrando a sus visitas al muro. Fue así como, poco a poco, el joven dejó de formar partes de los temas de conversación habituales... hasta que una mañana el niño desapareció.




Cuentan que la familia horrorizada acudió al cacique, quien ordenó inmediatamente una búsqueda exhaustiva del muchacho. Todos los vecinos se entregaron a la causa pero, a pesar de sus esfuerzos, el niño no aparecía por ninguna parte. Lo único que encontraron fue una nota, un trozo de papel, a ras del muro con letra de un niño, que rezaba un mensaje muy simple: "Nos vemos".

Nadie se lo podía creer, la multitud reunida a ras del muro discutía sobre qué hacer. El niño había cruzado al otro lado, le habían engañado para unirse a la gente del oeste. "¡Esos seres lamentables merecen un castigo!" exclamaba un vecino "Teníamos que haberle parado los pies a ese crío" decía otro "¡Esto es una tragedia, hay que contraatacar!" voceaban un grupo de jóvenes. El cacique, mientras taciturno oía el bullicio de la multitud, notó como un ruido seco caía a su espalda. Se giró y vio un trozo de madera con una inscripción. "Devolvednos a Quetzalli", rezaba el escrito.

El gobernador enseñó el escrito a la multitud quien no entendía el significado de aquel mensaje. Un hombre sabio que acompañaba a los demás sugirió que la letra no podía ser de alguien de esta cara del muro, este mensaje venía de más allá. El cacique entendió la situación y ordenó redactar un nuevo mensaje que fue lanzado al otro lado "No sabemos nada de Quetzalli, devolvednos a Itzel".

La respuesta no tardó en llegar pero esta no aclaraba nada. La gente del oeste estaba en la misma situación. Los mensajes se siguieron intercambiando, de uno en uno, entre ambos gobernadores pero las horas pasaban y el problema continuaba. Cansado de ver como el cacique seguía discutiendo, el hombre sabio, desobedeciendo las órdenes del cacique, escribió un mensaje propio sobre un papel y lo lanzó. Y llegaron así del otro lado, dos mensajes a la vez, en forma de bola de la cara occidental del muro.

Entonces el resto de la multitud se animó y todos los presentes empezaron a escribir y a intercambiar mensajes con las personas del otro lado quienes respondían al mismo tiempo. Era una lluvia de cartas aleatorias de desconocidos que se mezclaban en el aire y caían sobre diferentes destinatarios. Algunos de esos mensajes eran curiosas preguntas sobre la situación del este, otros, en cambio, eran consejos, escritos sin esperar respuesta, pero la gran multitud de estos breves textos se centraban en los dos niños desaparecidos a ambos lados del muro.

Y llegaron a la conclusión de que los unos no eran muy diferentes a los otros. Entonces, antes de que nadie tome consciencia de la situación, por iniciativa colectiva, los vecinos de ambos lados acudieron al muro con martillos y demás instrumentos para derribar aquella horrible barrera. Y golpe a golpe, piedra a piedra, de un pequeño hueco salió la luz y una mano salió de aquel agujero que un joven del este apretó en señal de amistad. Y ese pequeño hueco pasó a ser un gran boquete en el que cabía una persona, y de ese boquete salió una gran abertura en la que entraban cómodamente un grupo de personas.

Por primera vez en mucho tiempo, este y oeste se vieron las caras. De la emoción, unos cruzaban al lado opuesto para intercambiar saludos y abrazos con los desconocidos del otro lado. La situación era una fiesta, pero al cabo de un rato, los caciques de ambos pueblos llamaron a los ciudadanos a lo importante: los niños.

Así ambos poblados se fundieron en uno para colaborar en el fin común. Y entre todos se pusieron a peinar los pueblos. Al principio se podía notar una cierta desconfianza con la gente del otro lado, pero con el tiempo los unos se daban cuenta de que los otros eran sinceros y desconocían de la misma manera la situación de los niños. Todos juntos no tardaron en encontrar detalles a ambos lados del muro, pistas que al parecer los niños dejaron antes de marcharse.

Estos ensajes que un principio parecían carecer de sentido pero que finalmente descubrieron que estas pistas solo se podían resolver en conjunto y las señales del pueblo del este solo podían ser entendidas por la gente del oeste y viceversa. Un juego de niños.

Las pistas llevaban otras pistas. Iban y venían de un pueblo al otro para seguir con la búsqueda, hasta que finalmente el juego les llevó de vuelta al muro. Anochecía y encontraron eventualmente entre las hierbas altas, unos pequeños túneles, tapados con piedra y maleza. Empezaron todos entonces a cavar para que pudiesen ser accesibles para adultos.  Y vieron como estos agujeros llevaban a una gruta en la que el pequeño Itzel y la pequeña Quetzalli asustados, iluminados bajo el tenue fuego de una hoguera, se abrazaban con la pelota tirada a un costado con miedo de volver a separarse.

· · ·

Hoy en día ese muro ya no existe, solo se conserva un segmento para recordar aquel momento histórico y para aquellos niños que quieran divertirse con un juego de pelota.

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