Un vaso de zumo de naranja fue lo primero que nos dio el hospitalero del albergue de peregrinos de Bodenaya, una villa de menos de doscientos habitantes perdida entre los incontables valles de Asturias. Solo era nuestro segundo día caminando, pero los veintisiete kilómetros plagados de subidas (de esas que abundan en el camino primitivo) hizo que bebiéramos unos cuantos vasos sin apenas abrir la boca. Aproveché, sin embargo, ese momento para apreciar lo especial que era aquel albergue: una antigua cuadra remodelada y muy acogedora; llena de libros, adornos que otros peregrinos de todo el mundo habían dejado, y música. A parte de eso, no obstante, el lugar escondía 'algo' que emanaba una sensación latente de paz y bienestar.
El hospitalero, un hombre de edad indescifrable, que parecía mucho más joven de lo que probablemente era, por fin se sentó con nosotros y nos dijo, antes de sellarnos las credenciales, las tres normas principales de aquel albergue:
1. El albergue es gratuito, pero se admite y agradece la voluntad. Todo donativo que queráis dejar, tendréis que situarlo en esa caja cerrada que hay al lado de la puerta. Lo prefiero así. No me gusta tocar el dinero.
2. En este albergue todos los peregrinos cenaréis juntos, compartiendo mesa, a las 20:30 una comida que yo mismo, con las verduras de mi huerto, cocinaré.
3. En la cena, entre todos, acordaréis a que hora queréis levantaros y yo mismo os despertaré con música a la hora que me digáis, sin que tengáis que depender de vuestros teléfonos móviles. Os levantaréis con el desayuno preparado y os encontraréis con vuestra ropa lavada, secada y doblada.
No nos dimos cuenta, pero la atmósfera de aquel lugar hizo que nos quedáramos toda la tarde dentro de aquellas anchas paredes. No sentimos, en ningún momento, la necesidad de explorar alrededores ni de conocer el pintoresco pueblo que era Bodenaya. El albergue era un lugar que nos invitaba a convivir con los otros peregrinos que poco a poco iban llegando hasta llenar su aforo. Fue una tarde ideal para que yo sacara el mate, Lukáš sus tostadas con mermelada y Alexander sus conservas. Adrià y Pablo completaron el improvisado picnic con cerveza que abundaba en la nevera de David, disponibles para todo aquel que quisiera disfrutarlas. De esta manera, entre todos pasamos la tarde riéndonos y conociéndonos, mientras David cocinaba y observaba sin perder en ningún momento la sonrisa.
Tras la cena, muchos de los peregrinos, que ya entonces éramos verdaderos compañeros, decidimos trasladar la conversación a la calle, antes de irnos a dormir. Fue en aquel momento cuando me separé un instante para volver adentro. Allí me encontré al hospitalero conversando con Alexander y rodeado por otras personas que simplemente escuchaban. Me uní a ellos y tampoco abrí, en ningún momento, la boca. Simplemente quería escuchar la voz de aquel hombre que había tenido el valor de adoptar ese estilo de vida, y que había tenido la suerte de encontrar una sonrisa que jamás dejó escapar.
Fue así como David, con su parsimonia infinita, nos transmitió su rutina: Nos explicó lo duro que podía ser llevar aquel sitio, la importancia de los donativos que, muchas veces, eran insuficientes y la dureza del invierno en la montaña. Sin embargo su expresión no cambiaba, era un sacrificio que él estaba dispuesto a asumir para una vida que le encantaba: David recibía y trataba cada día a veinte peregrinos, todos diferentes. Él se identificaba como un compañero más, un testigo de momentos únicos, protagonizados por diversas personas que, en otros contextos, jamás coincidirían. Nos habló también del amor, y de lo rápido que florece en una experiencia tan intensa como es el camino de Santiago.
Hubo un momento en el que detuvo su charla para dirigirse a la cocina y volver con un pequeño cuenco que guardaba ochenta céntimos. Nos lo mostró, y en ese instante el hospitalero nos empezó a relatar su historia:
Hace unas semanas, justo antes de que sirviera la cena, alguien llamó a la puerta de este Albergue. Era un joven que llevaba cuatro días sin comer en caliente y que había sido rechazado del albergue anterior, solo porque no tenía dinero para entrar. Había caminado siete kilómetros más para llegar hasta aquí. Se llamaba Marcos. Le abrí las puertas y hablé un buen rato con él. Era un buen chico. Dentro, no obstante, era uno más y no desentonaba para nada en una mesa que compartía con, por ejemplo, un hombre de negocios peruano que poseía una empresa de ocho plantas en pleno Manhattan. Lo único que llamaba la atención del chico era su hambre, y de las tres veces que repitió las lentejas.
A la mañana siguiente volví a hablar con él y me preguntó hacia dónde podía seguir. Le dije que fuera al albergue de San Juan de Villapañada, donde mi amigo Domingo. Me preguntó que cuánto valía. Le dije que cinco euros. Me dijo que no podía pagárselo. Entonces cogí un billete de cinco y lo dejé en la mesa, porque a mí no me gusta eso de dar el dinero en mano. Le dije que lo cogiera, que no había ningún problema. Entonces nos despedimos con un abrazo, y me fui a recoger el desayuno. Fue entonces cuando oí la puerta cerrarse, y comprobé anonadado que los cinco euros todavía seguían ahí. Pero, lo que más me sorprendió, fue que a los dos minutos Marcos volvió, para decirme "toma David, es lo único que tengo. Que sirva como donativo para este albergue" y darme los ochenta céntimos que hoy todavía sigo guardando. Él dejó literalmente todo lo que tenía en este sitio, era la forma que consideraba oportuna de agradecer y de contribuir, como uno más, la continuidad de este hogar.
Mientras el hospitalero terminaba la historia orgulloso y emocionado, me fijaba en un azulejo en la pared que recitaba "El verdadero peregrino no exige, agradece".
A la mañana siguiente, después del desayuno, David y yo nos despedimos con un fuerte abrazo de dos minutos que acabó con lágrimas en mis ojos. Apenas habíamos intercambiado palabras durante mi estancia.
El camino continuaba, aunque algo de mí se quedó en aquella cuadra, escondido entre adornos, libros y música.