viernes, 28 de agosto de 2015

Hospitalero

Un vaso de zumo de naranja fue lo primero que nos dio el hospitalero del albergue de peregrinos de Bodenaya, una villa de menos de doscientos habitantes perdida entre los incontables valles de Asturias. Solo era nuestro segundo día caminando, pero los veintisiete kilómetros plagados de subidas (de esas que abundan en el camino primitivo) hizo que bebiéramos unos cuantos vasos sin apenas abrir la boca. Aproveché, sin embargo, ese momento para apreciar lo especial que era aquel albergue: una antigua cuadra remodelada y muy acogedora; llena de libros, adornos que otros peregrinos de todo el mundo habían dejado, y música. A parte de eso, no obstante, el lugar escondía 'algo' que emanaba una sensación latente de paz y bienestar.

El hospitalero, un hombre de edad indescifrable, que parecía mucho más joven de lo que probablemente era, por fin se sentó con nosotros y nos dijo, antes de sellarnos las credenciales, las tres normas principales de aquel albergue:

1. El albergue es gratuito, pero se admite y agradece la voluntad. Todo donativo que queráis dejar, tendréis que situarlo en esa caja cerrada que hay al lado de la puerta. Lo prefiero así. No me gusta tocar el dinero.

2. En este albergue todos los peregrinos cenaréis juntos, compartiendo mesa, a las 20:30 una comida que yo mismo, con las verduras de mi huerto, cocinaré.

3. En la cena, entre todos, acordaréis a que hora queréis levantaros y yo mismo os despertaré con música a la hora que me digáis, sin que tengáis que depender de vuestros teléfonos móviles. Os levantaréis con el desayuno preparado y os encontraréis con vuestra ropa lavada, secada y doblada.

El hospitalero se llamaba David. David sonreía. Todo el tiempo.

No nos dimos cuenta, pero la atmósfera de aquel lugar hizo que nos quedáramos toda la tarde dentro de aquellas anchas paredes. No sentimos, en ningún momento, la necesidad de explorar alrededores ni de conocer el pintoresco pueblo que era Bodenaya. El albergue era un lugar que nos invitaba a convivir con los otros peregrinos que poco a poco iban llegando hasta llenar su aforo. Fue una tarde ideal para que yo sacara el mate, Lukáš sus tostadas con mermelada y Alexander sus conservas. Adrià y Pablo completaron el improvisado picnic con cerveza que abundaba en la nevera de David, disponibles para todo aquel que quisiera disfrutarlas. De esta manera, entre todos pasamos la tarde riéndonos y conociéndonos, mientras David cocinaba y observaba sin perder en ningún momento la sonrisa.

Tras la cena, muchos de los peregrinos, que ya entonces éramos verdaderos compañeros, decidimos trasladar la conversación a la calle, antes de irnos a dormir. Fue en aquel momento cuando me separé un instante para volver adentro. Allí me encontré al hospitalero conversando con Alexander y rodeado por otras personas que simplemente escuchaban. Me uní a ellos y tampoco abrí, en ningún momento, la boca. Simplemente quería escuchar la voz de aquel hombre que había tenido el valor de adoptar ese estilo de vida, y que había tenido la suerte de encontrar una sonrisa que jamás dejó escapar. 

Fue así como David, con su parsimonia infinita, nos transmitió su rutina: Nos explicó lo duro que podía ser llevar aquel sitio, la importancia de los donativos que, muchas veces, eran insuficientes y la dureza del invierno en la montaña. Sin embargo su expresión no cambiaba, era un sacrificio que él estaba dispuesto a asumir para una vida que le encantaba: David recibía y trataba cada día a veinte peregrinos, todos diferentes. Él se identificaba como un compañero más, un testigo de momentos únicos, protagonizados por  diversas personas que, en otros contextos, jamás coincidirían. Nos habló también del amor, y de lo rápido que florece en una experiencia tan intensa como es el camino de Santiago.

Hubo un momento en el que detuvo su charla para dirigirse a la cocina y volver con un pequeño cuenco que guardaba ochenta céntimos. Nos lo mostró, y en ese instante el hospitalero nos empezó a relatar su historia:

Hace unas semanas, justo antes de que sirviera la cena, alguien llamó a la puerta de este Albergue. Era un joven que llevaba cuatro días sin comer en caliente y que había sido rechazado del albergue anterior, solo porque no tenía dinero para entrar. Había caminado siete kilómetros más para llegar hasta aquí. Se llamaba Marcos. Le abrí las puertas y hablé un buen rato con él. Era un buen chico. Dentro, no obstante, era uno más y no desentonaba para nada en una mesa que compartía con, por ejemplo, un hombre de negocios peruano que poseía una empresa de ocho plantas en pleno Manhattan. Lo único que llamaba la atención del chico era su hambre, y de las tres veces que repitió las lentejas. 

A la mañana siguiente volví a hablar con él y me preguntó hacia dónde podía seguir. Le dije que fuera al albergue de San Juan de Villapañada, donde mi amigo Domingo. Me preguntó que cuánto valía. Le dije que cinco euros. Me dijo que no podía pagárselo. Entonces cogí un billete de cinco y lo dejé en la mesa, porque a mí no me gusta eso de dar el dinero en mano. Le dije que lo cogiera, que no había ningún problema. Entonces nos despedimos con un abrazo, y me fui a recoger el desayuno. Fue entonces cuando oí la puerta cerrarse, y comprobé anonadado que los cinco euros todavía seguían ahí. Pero, lo que más me sorprendió, fue que a los dos minutos Marcos volvió, para decirme "toma David, es lo único que tengo. Que sirva como donativo para este albergue" y darme los ochenta céntimos que hoy todavía sigo guardando. Él dejó literalmente todo lo que tenía en este sitio, era la forma que consideraba oportuna de agradecer y de contribuir, como uno más, la continuidad de este hogar.

Mientras el hospitalero terminaba la historia orgulloso y emocionado, me fijaba en un azulejo en la pared que recitaba "El verdadero peregrino no exige, agradece".

A la mañana siguiente, después del desayuno, David y yo nos despedimos con un fuerte abrazo de dos minutos que acabó con lágrimas en mis ojos. Apenas habíamos intercambiado palabras durante mi estancia. 

El camino continuaba, aunque algo de mí se quedó en aquella cuadra, escondido entre adornos, libros y música.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Todo esto es tuyo

La música que suena,

las vibraciones que activan mecánicamente mis tímpanos

y el ritmo que trastorna estos latidos. 

Los procesos mentales, puentes nuevos que se crean, 

diferentes combinaciones que buscan lo mismo: 

Decir lo que siempre he pensado; Expresar lo que nadie ha dicho. 

La ganas que tengo de caer en mí. 

Las ganas de autoexplorarme

y de encontrar lo que no busco. 

Poder transformarte en palabras. 

Poder sentirte en el papel: 

Poder, 

en definitiva, 

curar la soledad

y encontrar la belleza.


miércoles, 5 de agosto de 2015

Cazador y presa

El bosque era un lugar oscuro y peligroso. Un laberinto de troncos que todo lo abarcaba. Allí en medio estaba Jairo, quien presumía de haberse convertido en uno de sus depredadores. Lejos quedaba aquel asustadizo chico que huyó de su grupo, sin más utensilios que sus propias manos.Ahora era diferente: era todo un cazador. Por las noches encendía una fogata y se ponía a afeitar su cuchilla mientras recordaba y planeaba sus movimientos. En efecto, había pasado de convertirse en un fallido arquero a ser un maestro trampero. Y es que se dio cuenta de que era mucho más eficiente ser inteligente que ser hábil, ya que las trampas, si están bien puestas, pueden rendir mucho más que una flecha. Jairo lo había aprendido, y lo había aprendido por las malas, pasando hambre varios días hasta el punto de casi haber muerto. Uno más tragado por el bosque.

Pero Jairo también aprovechaba la calma de la noche a la luz fogata para ponerse a escribir. Escribía sobre lo que le inquietaba, que no solo eran lo movimientos migratorios cambiantes de las aves o el carácter de algunas arañas pollito con sus presas. No, había algo más. Había algo que no terminaba de encajar en aquel entorno al que tan bien se había adaptado: Jairo no era el máximo depredador.

La primera vez que se dio cuenta de ello fue cuando se encontró a un jabalí con una flecha en el ojo. Después ese presentimiento de no estar solo se confirmaba con una sombra que a veces se hacía notar, una sombra antropomórfica. Una figura que en ocasiones le perseguía, y en ocasiones se adelantaba a sus movimientos y le quitaba la caza de un solo flechazo. Era otra persona; con seguridad, la única otra persona del bosque. Lo más extraño de todo es que tanto esta persona conocía su nombre y, a veces, desde la oscuridad, lo llamaba desde la espalda a través de la oscuridad repitiendo cada tanto "¡Jairo!".

Pero, conforme avanzaban los días y se acostumbraba hacia esta figura, que iba y venía con un periodo de actividad que empezaba desde la primera hora de la mañana, Jairo fue comprendiendo a este ser, que supo adelantarse a sus pasos y verlo con sus propios ojos. Era una mujer alta, casi tanto como él, robusta de carnes y de tez morena. Era su rival y era mejor que él. Cazaba con arco y flecha. Cuando la vio, supo que se llamaba Tana.

La tenía delante de él, desarmada, delante del río. Era su oportunidad. Después de haber pasado hambre y de haber sido casi devorado por las fieras más grandes, Jairo había comprendido que ,en un bosque como ese, solo podía haber un cazador. Y con Tana, de momento, había sido como un presa, o peor aún, como una dócil mascota. Así que sin dudarlo se abalanzó hacia ella con su cuchillo en mano, en búsqueda de acabar con el adversario más fuerte hasta el momento. No fue muy honorable por su parte, lo sabía, pero no era una situación como para guardar honor. Jairo hacía tiempo que había perdido la mayor parte de su humanidad en post de convertirse en un animal; en un depredador. Así que, tras un fuerte forcejeo, acabó Jairo sobre el cuerpo de Tana, prácticamente inmovilizada.

La tenía ahí, delante de él. A su merced. Por primera vez.

Entonces vio que en su párpado derecho, sobre esos infinitos ojos negros, guardaba una pequeña peca que ambos compartían. Ella estaba serena, pero no aceptaba su inminente final, sino que lo observaba con esa mirada de depredadora que también compartían.

-¿Qué te pasa Jairo, estás nervioso?

Entonces Jairo se vio en otro mundo, lejos en el espacio y en el tiempo. Con edificios y personas. Un lugar totalmente ajeno a aquel bosque. Jairo estaba en una habitación con la puerta cerrada por su compañero de piso, con su ordenador portátil en el escritorio, sus libros en las estanterías y esa magnífica ventana con vistas al río y al sol de atardecer. Sin duda, lo mejor del cuarto. Jairo estaba en su cama acostado, desnudo y con Trincea debajo suyo. También desnuda. Entonces Trincea, tan Trincea como siempre, lo miró con esos infinitos ojos negros, abrió la boca y lanzó la pregunta:

-¿Qué te pasa Jairo, estás nervioso?

Jairo, totalmente desubicado, sin saber que contestar, cerró los ojos. Y cuando los abrió volvió a verse en el bosque, como un cazador. Lejos de los libros, del ordenador y de sus vistas al río. Estaba de nuevo en esta situación de forcejeo letal. De repente Tana, lejos de esperar la respuesta de su rival, aprovechó esta vacilación para darle un rodillazo en su estómago y escaparse corriendo.

domingo, 2 de agosto de 2015

El duende

Mi historia con el duende se remonta al verano de 2015 en Parque Patricios, al oeste de la reserva natural de Peñagolosa, Comunitat Valenciana. Iba en el Corsa de mi padre junto con mis mejores amigos: Vicente Rodríguez, Verónica Boquete y Víctor Casadesús, la triple V. Era yo quien conducía, no solo por ser el coche de mi padre (en realidad no me importaba que ellos lo llevaran), sino también porque el azar así lo dictó. Días atrás nos habíamos reunidos en el chalet de Vero, en Jérica, y mientras tomábamos el sol en su piscina, cada uno tiró un dado. A mí me salió el uno y, por tanto, me tocó conducir, pero también me tocó ser el acompañante sobrio que cuidara de ellos durante su viaje de LSD, que planeábamos hacer en Parque Patricios. Me quería cortar las pelotas, más que nada porque era yo quien ponía el coche, y era yo quien más le interesaba esta aventura (o por lo menos quien había manifestado más interés). Pero así lo acordamos, y, sin manifestar toda la desilusión que llevaba conmigo, acepté la suerte. Alguien tenía que hacerlo.

El LSD lo había conseguido Víctor a través un amigo de su tío. Decía que era bueno. No dio más detalles.

Después de dos horas y media conduciendo y una hora y media caminando, siguiendo a Víctor, que "conocía la zona", llegamos a un lugar lo suficientemente apartado y lo suficientemente bonito. Éramos conscientes que lo que hacíamos era puramente ilegal, sobretodo el hecho de acampar en un parque natural; pero no éramos tan estúpidos como para llenarlo todo con basura, o hacer una hoguera que pueda incendiar la sierra completa. Simplemente éramos lo suficientemente estúpidos como para drogarnos en la montaña. Lejos de todo el mundo.

Decidimos establecer el campamento en un claro a la orilla de un pequeño río. Vicente afirmaba que era un afluente del Millars. Yo creo que Vicente no tiene ni idea de ríos. Así pues, instalamos la tienda de campaña Quechua de dos compartimentos que mi padre había comprado hacía 10 años, cuando las tiendas que se abrían solas eran ciencia ficción. Total, tardamos otras dos horas, pero finalmente pudimos montar todo el chiringuito que nos permitió un baño de recompensa en el agua helada del presunto afluente del Millars.

Yo disfruté. Todo lo que no tenía nada que ver con la droga era una alegría para mí, pero casi eran las cinco de la tarde y sus mentes ya demandaban el viaje astral. Así que abrimos el pareo, que colocamos en la hierba con sus pertinentes snacks y refrescos, y, sobré él, cada uno tomó su correspondiente cartón con ácido. Miré mi reloj y calculé que, desde ese momento hasta que se les bajara los efectos de la droga, pasarían más o menos 6 horas. Mientras conversaba con ellos, en ese instante previo a que la droga acapare el consciente de cada uno, hacía cálculos para mis adentros que desembocaban en una preocupante realidad: Durante, al menos, una hora, tendría que hacerme cargo de ellos bajo la más completa oscuridad.

Pasaron cuarenta y cinco minutos cuando a Vero se le dilataron los ojos. Fue la primera. Empezó a reírse instantáneamente y a observar todo con los ojos bien abiertos, con pupilas de búho. Diez minutos después le tocó a Vicente y, poco después, a Víctor. Los tres se quedaron completamente enajenados observando el paisaje bucólico que nos rodeaba. Para mí, durante esos momentos, era entretenido verles cómo intentaban hablar sin que supieran articular casi ninguna palabra; ver cómo su boca se desincronizaba completamente con su cerebro. Parecía que a mitad de frase se les ocurrieran algo más interesante o divertido para comentar, y cortaban completamente de manera muy cómica. Como buen ríoplatense, yo tomaba mate para espabilarme y para estar, también, en buena sintonía. Les acompañaba en espíritu, pero también, tomando el papel de chamán, les sugestionaba un poco. Fueron unas horas divertidas.

Todo cambió a la tercera hora. Eran ya las nueve pasadas y atardecía. Entonces estaban Vicente restregándose boca arriba con la hierba, Vero cantando lo que decía que era el sonido de la naturaleza y Víctor observando el otro lado del riachuelo, muy ensimismado. Fue ahí cuando se levanta Vicente, con la camiseta blanca toda manchada del verdor del césped, y empieza andar mientras miraba al cielo, para después acelerar sus pasos y terminar corriendo. Se dirigía a la nada. Me levanté ipso facto y salí detrás suyo.

-¡Quédense ahí! -les ordené a los otros dos, antes de que entrase en la vegetación.

No fue larga la carrera (ninguno de los dos estábamos muy en forma), pero aún así la persecución se prolongo sus quinientos metros campo a través, cuando Vicente se detuvo de golpe para mirar fijamente al cielo. Me acerqué a él y le tomé del hombro.

-¡Las luces, Bruno! -me dijo totalmente fuera de sí- Se han ido por ahí... ¿Dónde estarán?

 -Se habrán ido a un lugar mejor. Ven, volvamos- le contesté.

A trompicones emprendimos el camino de vuelta, ya que cada pocos pasos volvía la cabeza en búsqueda de las luces. Como casi había anochecido del todo, no podíamos retrasarnos mucho más, así que terminé convenciendo a Vicente de que las luces volverán a encontrarle solo si se queda exactamente donde estaba.  Mi táctica pareció funcionar, y pudimos regresar con normalidad, pero al llegar vimos que algo no iba bien. Víctor se había ido.


-Se fue a explorar -me dijo suavemente Vero con sus enormes pupilas, perdidas en la oscuridad, clavadas en mí.

La noche era total, y, en medio de la desesperación (nervios de mantequilla), lo primero que les dije fue que se quedaran quietos un momento mientras iba a buscar las linternas en la tienda. A pesar del estrés, dicha tarea no fue difícil ya que las había dejado bien a mano, per si de cas. Así que le di una a ellos y la otra me la quedé para emprender la búsqueda de Víctor. Antes de partir, les ordené una vez más que no se movieran bajo ningún concepto y empecé a caminar.

Regresé a los diez segundos porque eso era una muy mala idea. Se me había ocurrido una un poquito mejor: Cogí la navaja (después de cinco minutos rebuscando en mi mochila) y corté una de las cuerdas que anclaban la tienda al suelo. Acto seguido, até la cuerda a una de las muñecas de cada uno de mis amigos drogados, conmigo. Marchamos, en definitiva, como niños de cuatro años, en fila india, todos unidos por la mismo hilo para que no nos separásemos más. A través de la oscuridad en mitad de la montaña, dividirnos no era una buena opción. Menos si estás drogado.

No se me ocurrió nada mejor.

Nuestra búsqueda duró media hora y no obtuvimos respuesta alguna. La cooperación de Vero y Vicente no era la mejor tampoco, mientras una seguía buscándole el sonido a la naturaleza, el otro miraba furtivamente el firmamento. Lo cierto es que tampoco quería andar demasiado porque A: Tal y como íbamos, temía de que alguno de mis forzados acompañantes terminara estampándose con el suelo o desmayándose en el camino; y B: La visión era nula y, por consiguiente, era probable que nosotros también acabásemos perdidos. Además era el propio Víctor quien conocía (o decía conocer) el terreno, y de perderse alguien, mejor él que nosotros. No obstante acabamos igualmente perdidos y tardamos, a parte de los treinta minutos de búsqueda, como otros noventa en regresar a la tienda.

Olvidé mencionar que fui un poco estúpido al dejar la tienda sin ninguna luz que pueda servirnos como guía para regresar. Gracias a ello, tuvimos que buscar el riachuelo (mi único punto clave de orientación), fiarnos de que ese era el nuestro, fiarnos de que esa era la dirección que teníamos que tomar y confiar en el azar. Afortunadamente tuvimos suerte, pero no fue del todo gracias al azar sino que hubo algo más. Oímos un ruido, un apagado grito que nos llevó directamente a nuestro campamento.

Llegamos por fin y me desaté en cuanto pude. Sobre el pareo, justo donde había empezado todo, allí estaba, la silueta de Víctor que se me acercaba a mí.

Le enfoqué con la linterna y comprobé lo que más me temía: su estado.

Estaba completamente desnudo y húmedo. Partes de su cuerpo hasta estaban embarradas, pero no había rastro de herida o moretón que indicase haber sufrido lo suficiente como para gritar lo que antes escuchamos. Se acercó con cara siniestra, pupilas completamente dilatadas aún. Entonces, muy despacito y susurrando me contó su secreto.

-Bruno, he atrapado a un duende.

-¿Qué me estás contando Víctor?

-Está en la tienda.

Miré entonces la tienda de campaña y la iluminé con la linterna. En efecto, había algo dentro que la movía. Me giré ciento ochenta grados y comprobé que mis otros dos compañeros, que parecían, por fin, aserenarse de los efectos del ácido, seguían ahí. Había pues algo que no formaba parte de nuestro grupo metido dentro de la tienda.

Me acerqué a la puerta, envainé la navaja, tomé una distancia prudente y abrí de golpe la cremallera.

Una silueta se protegió los ojos ante la luz de la linterna. Entonces mi corazón dio un vuelco y de mi mano dejé caer la navaja. Ante mí, entre los sacos de dormir, un pobre chico con síndrome de down preguntaba por su familia. Me giro y veo a Víctor, desnudo, sonriente al lado mío.

-¿Has visto? He capturado a uno grande.

-¿Pero cómo...?

De repente, un helicóptero de la policía interrumpió el momento, colocándose justo sobre nosotros y empezando a alumbrar nuestra tienda de campaña. También se comenzaba a escuchar el ladrido de perros. Vicente, que minutos antes parecía haberse aserenado, cegado por el foco, empezó a gritar:

-¡Las luces, las luces! ¡Aquí estoy para que me llevéis con vosotros!

El pobre chico, por su parte, seguía lamentándose en la tienda. Sollozaba en silencio, aún con el trauma de que un hombre desnudo, con las pupilas dilatadas, lo había forzado a ir desde su campamento de Asindown hasta una perdida tienda de campaña.Un secuestro en toda regla, a la mano de tres jóvenes drogados, uno de ellos -recalco- desnudo. Por suerte, para él, la historia terminaba.

Para nosotros, en cambio, acababa de empezar.