El LSD lo había conseguido Víctor a través un amigo de su tío. Decía que era bueno. No dio más detalles.
Después de dos horas y media conduciendo y una hora y media caminando, siguiendo a Víctor, que "conocía la zona", llegamos a un lugar lo suficientemente apartado y lo suficientemente bonito. Éramos conscientes que lo que hacíamos era puramente ilegal, sobretodo el hecho de acampar en un parque natural; pero no éramos tan estúpidos como para llenarlo todo con basura, o hacer una hoguera que pueda incendiar la sierra completa. Simplemente éramos lo suficientemente estúpidos como para drogarnos en la montaña. Lejos de todo el mundo.
Decidimos establecer el campamento en un claro a la orilla de un pequeño río. Vicente afirmaba que era un afluente del Millars. Yo creo que Vicente no tiene ni idea de ríos. Así pues, instalamos la tienda de campaña Quechua de dos compartimentos que mi padre había comprado hacía 10 años, cuando las tiendas que se abrían solas eran ciencia ficción. Total, tardamos otras dos horas, pero finalmente pudimos montar todo el chiringuito que nos permitió un baño de recompensa en el agua helada del presunto afluente del Millars.
Yo disfruté. Todo lo que no tenía nada que ver con la droga era una alegría para mí, pero casi eran las cinco de la tarde y sus mentes ya demandaban el viaje astral. Así que abrimos el pareo, que colocamos en la hierba con sus pertinentes snacks y refrescos, y, sobré él, cada uno tomó su correspondiente cartón con ácido. Miré mi reloj y calculé que, desde ese momento hasta que se les bajara los efectos de la droga, pasarían más o menos 6 horas. Mientras conversaba con ellos, en ese instante previo a que la droga acapare el consciente de cada uno, hacía cálculos para mis adentros que desembocaban en una preocupante realidad: Durante, al menos, una hora, tendría que hacerme cargo de ellos bajo la más completa oscuridad.
Pasaron cuarenta y cinco minutos cuando a Vero se le dilataron los ojos. Fue la primera. Empezó a reírse instantáneamente y a observar todo con los ojos bien abiertos, con pupilas de búho. Diez minutos después le tocó a Vicente y, poco después, a Víctor. Los tres se quedaron completamente enajenados observando el paisaje bucólico que nos rodeaba. Para mí, durante esos momentos, era entretenido verles cómo intentaban hablar sin que supieran articular casi ninguna palabra; ver cómo su boca se desincronizaba completamente con su cerebro. Parecía que a mitad de frase se les ocurrieran algo más interesante o divertido para comentar, y cortaban completamente de manera muy cómica. Como buen ríoplatense, yo tomaba mate para espabilarme y para estar, también, en buena sintonía. Les acompañaba en espíritu, pero también, tomando el papel de chamán, les sugestionaba un poco. Fueron unas horas divertidas.
Todo cambió a la tercera hora. Eran ya las nueve pasadas y atardecía. Entonces estaban Vicente restregándose boca arriba con la hierba, Vero cantando lo que decía que era el sonido de la naturaleza y Víctor observando el otro lado del riachuelo, muy ensimismado. Fue ahí cuando se levanta Vicente, con la camiseta blanca toda manchada del verdor del césped, y empieza andar mientras miraba al cielo, para después acelerar sus pasos y terminar corriendo. Se dirigía a la nada. Me levanté ipso facto y salí detrás suyo.
-¡Quédense ahí! -les ordené a los otros dos, antes de que entrase en la vegetación.
No fue larga la carrera (ninguno de los dos estábamos muy en forma), pero aún así la persecución se prolongo sus quinientos metros campo a través, cuando Vicente se detuvo de golpe para mirar fijamente al cielo. Me acerqué a él y le tomé del hombro.
-¡Las luces, Bruno! -me dijo totalmente fuera de sí- Se han ido por ahí... ¿Dónde estarán?
-Se habrán ido a un lugar mejor. Ven, volvamos- le contesté.
A trompicones emprendimos el camino de vuelta, ya que cada pocos pasos volvía la cabeza en búsqueda de las luces. Como casi había anochecido del todo, no podíamos retrasarnos mucho más, así que terminé convenciendo a Vicente de que las luces volverán a encontrarle solo si se queda exactamente donde estaba. Mi táctica pareció funcionar, y pudimos regresar con normalidad, pero al llegar vimos que algo no iba bien. Víctor se había ido.
-Se fue a explorar -me dijo suavemente Vero con sus enormes pupilas, perdidas en la oscuridad, clavadas en mí.
La noche era total, y, en medio de la desesperación (nervios de mantequilla), lo primero que les dije fue que se quedaran quietos un momento mientras iba a buscar las linternas en la tienda. A pesar del estrés, dicha tarea no fue difícil ya que las había dejado bien a mano, per si de cas. Así que le di una a ellos y la otra me la quedé para emprender la búsqueda de Víctor. Antes de partir, les ordené una vez más que no se movieran bajo ningún concepto y empecé a caminar.
Regresé a los diez segundos porque eso era una muy mala idea. Se me había ocurrido una un poquito mejor: Cogí la navaja (después de cinco minutos rebuscando en mi mochila) y corté una de las cuerdas que anclaban la tienda al suelo. Acto seguido, até la cuerda a una de las muñecas de cada uno de mis amigos drogados, conmigo. Marchamos, en definitiva, como niños de cuatro años, en fila india, todos unidos por la mismo hilo para que no nos separásemos más. A través de la oscuridad en mitad de la montaña, dividirnos no era una buena opción. Menos si estás drogado.
No se me ocurrió nada mejor.
Nuestra búsqueda duró media hora y no obtuvimos respuesta alguna. La cooperación de Vero y Vicente no era la mejor tampoco, mientras una seguía buscándole el sonido a la naturaleza, el otro miraba furtivamente el firmamento. Lo cierto es que tampoco quería andar demasiado porque A: Tal y como íbamos, temía de que alguno de mis forzados acompañantes terminara estampándose con el suelo o desmayándose en el camino; y B: La visión era nula y, por consiguiente, era probable que nosotros también acabásemos perdidos. Además era el propio Víctor quien conocía (o decía conocer) el terreno, y de perderse alguien, mejor él que nosotros. No obstante acabamos igualmente perdidos y tardamos, a parte de los treinta minutos de búsqueda, como otros noventa en regresar a la tienda.
Olvidé mencionar que fui un poco estúpido al dejar la tienda sin ninguna luz que pueda servirnos como guía para regresar. Gracias a ello, tuvimos que buscar el riachuelo (mi único punto clave de orientación), fiarnos de que ese era el nuestro, fiarnos de que esa era la dirección que teníamos que tomar y confiar en el azar. Afortunadamente tuvimos suerte, pero no fue del todo gracias al azar sino que hubo algo más. Oímos un ruido, un apagado grito que nos llevó directamente a nuestro campamento.
Llegamos por fin y me desaté en cuanto pude. Sobre el pareo, justo donde había empezado todo, allí estaba, la silueta de Víctor que se me acercaba a mí.
Le enfoqué con la linterna y comprobé lo que más me temía: su estado.
Estaba completamente desnudo y húmedo. Partes de su cuerpo hasta estaban embarradas, pero no había rastro de herida o moretón que indicase haber sufrido lo suficiente como para gritar lo que antes escuchamos. Se acercó con cara siniestra, pupilas completamente dilatadas aún. Entonces, muy despacito y susurrando me contó su secreto.
-Bruno, he atrapado a un duende.
-¿Qué me estás contando Víctor?
-Está en la tienda.
Miré entonces la tienda de campaña y la iluminé con la linterna. En efecto, había algo dentro que la movía. Me giré ciento ochenta grados y comprobé que mis otros dos compañeros, que parecían, por fin, aserenarse de los efectos del ácido, seguían ahí. Había pues algo que no formaba parte de nuestro grupo metido dentro de la tienda.
Me acerqué a la puerta, envainé la navaja, tomé una distancia prudente y abrí de golpe la cremallera.
Una silueta se protegió los ojos ante la luz de la linterna. Entonces mi corazón dio un vuelco y de mi mano dejé caer la navaja. Ante mí, entre los sacos de dormir, un pobre chico con síndrome de down preguntaba por su familia. Me giro y veo a Víctor, desnudo, sonriente al lado mío.
-¿Has visto? He capturado a uno grande.
-¿Pero cómo...?
De repente, un helicóptero de la policía interrumpió el momento, colocándose justo sobre nosotros y empezando a alumbrar nuestra tienda de campaña. También se comenzaba a escuchar el ladrido de perros. Vicente, que minutos antes parecía haberse aserenado, cegado por el foco, empezó a gritar:
-¡Las luces, las luces! ¡Aquí estoy para que me llevéis con vosotros!
El pobre chico, por su parte, seguía lamentándose en la tienda. Sollozaba en silencio, aún con el trauma de que un hombre desnudo, con las pupilas dilatadas, lo había forzado a ir desde su campamento de Asindown hasta una perdida tienda de campaña.Un secuestro en toda regla, a la mano de tres jóvenes drogados, uno de ellos -recalco- desnudo. Por suerte, para él, la historia terminaba.
Para nosotros, en cambio, acababa de empezar.
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