El bosque era un lugar oscuro y peligroso. Un laberinto de troncos que todo lo abarcaba. Allí en medio estaba Jairo, quien presumía de haberse convertido en uno de sus depredadores. Lejos quedaba aquel asustadizo chico que huyó de su grupo, sin más utensilios que sus propias manos.Ahora era diferente: era todo un cazador. Por las noches encendía una fogata y se ponía a afeitar su cuchilla mientras recordaba y planeaba sus movimientos. En efecto, había pasado de convertirse en un fallido arquero a ser un maestro trampero. Y es que se dio cuenta de que era mucho más eficiente ser inteligente que ser hábil, ya que las trampas, si están bien puestas, pueden rendir mucho más que una flecha. Jairo lo había aprendido, y lo había aprendido por las malas, pasando hambre varios días hasta el punto de casi haber muerto. Uno más tragado por el bosque.
Pero Jairo también aprovechaba la calma de la noche a la luz fogata para ponerse a escribir. Escribía sobre lo que le inquietaba, que no solo eran lo movimientos migratorios cambiantes de las aves o el carácter de algunas arañas pollito con sus presas. No, había algo más. Había algo que no terminaba de encajar en aquel entorno al que tan bien se había adaptado: Jairo no era el máximo depredador.
La primera vez que se dio cuenta de ello fue cuando se encontró a un jabalí con una flecha en el ojo. Después ese presentimiento de no estar solo se confirmaba con una sombra que a veces se hacía notar, una sombra antropomórfica. Una figura que en ocasiones le perseguía, y en ocasiones se adelantaba a sus movimientos y le quitaba la caza de un solo flechazo. Era otra persona; con seguridad, la única otra persona del bosque. Lo más extraño de todo es que tanto esta persona conocía su nombre y, a veces, desde la oscuridad, lo llamaba desde la espalda a través de la oscuridad repitiendo cada tanto "¡Jairo!".
Pero, conforme avanzaban los días y se acostumbraba hacia esta figura, que iba y venía con un periodo de actividad que empezaba desde la primera hora de la mañana, Jairo fue comprendiendo a este ser, que supo adelantarse a sus pasos y verlo con sus propios ojos. Era una mujer alta, casi tanto como él, robusta de carnes y de tez morena. Era su rival y era mejor que él. Cazaba con arco y flecha. Cuando la vio, supo que se llamaba Tana.
La tenía delante de él, desarmada, delante del río. Era su oportunidad. Después de haber pasado hambre y de haber sido casi devorado por las fieras más grandes, Jairo había comprendido que ,en un bosque como ese, solo podía haber un cazador. Y con Tana, de momento, había sido como un presa, o peor aún, como una dócil mascota. Así que sin dudarlo se abalanzó hacia ella con su cuchillo en mano, en búsqueda de acabar con el adversario más fuerte hasta el momento. No fue muy honorable por su parte, lo sabía, pero no era una situación como para guardar honor. Jairo hacía tiempo que había perdido la mayor parte de su humanidad en post de convertirse en un animal; en un depredador. Así que, tras un fuerte forcejeo, acabó Jairo sobre el cuerpo de Tana, prácticamente inmovilizada.
La tenía ahí, delante de él. A su merced. Por primera vez.
Entonces vio que en su párpado derecho, sobre esos infinitos ojos negros, guardaba una pequeña peca que ambos compartían. Ella estaba serena, pero no aceptaba su inminente final, sino que lo observaba con esa mirada de depredadora que también compartían.
-¿Qué te pasa Jairo, estás nervioso?
Entonces Jairo se vio en otro mundo, lejos en el espacio y en el tiempo. Con edificios y personas. Un lugar totalmente ajeno a aquel bosque. Jairo estaba en una habitación con la puerta cerrada por su compañero de piso, con su ordenador portátil en el escritorio, sus libros en las estanterías y esa magnífica ventana con vistas al río y al sol de atardecer. Sin duda, lo mejor del cuarto. Jairo estaba en su cama acostado, desnudo y con Trincea debajo suyo. También desnuda. Entonces Trincea, tan Trincea como siempre, lo miró con esos infinitos ojos negros, abrió la boca y lanzó la pregunta:
-¿Qué te pasa Jairo, estás nervioso?
Jairo, totalmente desubicado, sin saber que contestar, cerró los ojos. Y cuando los abrió volvió a verse en el bosque, como un cazador. Lejos de los libros, del ordenador y de sus vistas al río. Estaba de nuevo en esta situación de forcejeo letal. De repente Tana, lejos de esperar la respuesta de su rival, aprovechó esta vacilación para darle un rodillazo en su estómago y escaparse corriendo.
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