lunes, 7 de noviembre de 2016

El Arquitecto

Aquella noche no durmió, le sobrecogía un lugar imaginario que lo rodeaba. Un lugar que para muchos podría ser un desierto, pero que para el arquitecto simplemente era un espacio. Allí se plantaba, en la más absoluta soledad, y veía las bóvedas, muros y columnas que emanaban un profundo sentimiento de extrañamiento. El arquitecto exploraba la edificación, y a cada paso que daba, a cada cámara que entraba, sentía arrebatos de escalofríos. Estaba atónito: sabía muy bien donde estaba, ya que ese lugar le era bien familiar desde pequeño, cuando por primera se lo había imaginado. Pero ahora era diferente, ahora la construcción estaba sólida; el desierto se había convertido en un espacio, y el espacio se había convertido en la construcción que tanto tiempo había planeado. 

El arquitecto cerró los ojos y recordó los años que había durado la construcción ¿Cuánto tiempo, exactamente, se había dedicado a ello? ¿Cuántas personas fueron necesarias para completar la obra? No tenía respuesta precisa para ninguna de esas preguntas, ni siquiera fue capaz de acordarse claramente de alguno de los silenciosos operarios que habían trabajado en su idea. Como una estrella distante, durante la construcción el arquitecto solo podía esperar mientras sus pensamientos poco a poco se materializaban, bajo el inevitable vértigo que trae la posibilidad de que el resultado decepcionara sus propias expectativas. Durante ese periodo, su única compañía había sido el espacio, y la geometría, y sus propios miedos.

Pero el arquitecto paseaba pletórico porque, detalle por detalle, el edificio que había ideado había sido materializado a la perfección: desde la suave ventilación proveniente de los respiraderos de la cara norte, hasta la propia textura áspera de los muros. Esta perfección, esta coincidencia extrañísima entre idea y resultado, hizo que deambulara bajo una sensación de un deja vu que no cesa. Tal era así, que no se sentía solo porque, de alguna forma u otra, le acompañaban, al mismo tiempo, todas sus versiones pasadas que habían soñado exactamente con aquella obra. Desde aquel niño que había imaginado por primera vez un espacio, hasta el mismo arquitecto que se veía a sí mismo reflejado sobre los muros como si estuvieran revestidos por espejos. Sus más profundos sueños se habían hecho realidad, y el castillo mental ahora se alzaba sobre un espacio que, para muchos, antes era un desierto.

Al llegar el alba, con mucho sueño pero con más satisfacción, el arquitecto abandonó la construcción no sin antes echar atrás un último vistazo, un último recuerdo. Cuando aquella maravilla sea habitada y esté en funcionamiento, esa construcción que momentos antes había sido un espejo de la existencia del propio arquitecto, esa obra que le había demostrado que el tiempo era líquido, desaparecerá y se convertirá en otra cosa, ya que básicamente dejará de ser suya y pasará a ser de los demás. Al acostarse en la cama, el arquitecto pensó en ello no sin sentir cierta nostalgia. Finalmente, apagó el velador y cerró los ojos con la ilusión de poder volver a soñar, tal vez, con otro espacio que merezca ser construido.



No hay comentarios:

Publicar un comentario