Un día llegué a la taberna y estaba el Ayala ahí. En la esquina de la barra, justo al lado de la caja registradora. Un hombre menudo, con pelo enrulado que bien podría parecerse a cualquiera de la mafia italiana de los cincuenta de no ser por sus marcados rasgos castellanos, completamente erosionados por el clima duro y una vida seca. El Ayala volvía a la Taberna después de haber pasado cuatro años en prisión. Cuatro años sin pisar el bar de sus amores.
Bebía, como de costumbre, una litrona de cerveza sin ningún vaso de por medio. Yo entraba allí a trabajar a las ocho y él salía a las nueve. En ese tiempo le alcanzaba para tomarse sus dos litros de birra, más los que habría llevado de antes, claro. A pesar de tener un taburete a su lado, nunca se sentaba. A pesar de tener gente a su alrededor, rara vez hablaba con otros clientes. A pesar de tener la caja registradora en frente, nunca se había fijado en aquel dinero. El Ayala se limitaba, entre sorbo y sorbo, a mirar la escena de la Taberna con el ojo derecho, cuyo párpado inferior permanece levemente caído a causa de una operación de melanoma. Cuando afuera pasaba la patrulla policial, desde su sitio resoplaba para después soltar una maldición hacia quienes fueron sus encarceladores. El Ayala, a veces, bromeaba con mi jefe metiéndose con el Real Madrid; otras veces, bromeaba conmigo diciendo que me tumbaría bebiendo. El Ayala, con frecuencia, se preguntaba si era, una vez más, la persona más vieja que había en el bar.
Al principio, le trataba con todo el respeto que merece un ex-presidiario por parte de un camarero novato como era yo, pero no tardé en llevarme bien con él e interesarme por su historia. Un día le pregunté a mi jefe por qué estuvo cuatro años en prisión. Mi jefe me contó que no solo había pasado cuatro años en la cárcel, sino que de los 57 años que tenía, el Ayala habría estado como 19 entre rejas.
- Pero ¿Por qué?
- Por tonterías. El pobre es un marginado.
El Ayala mientras bebía observaba, pero también recordaba. Cuatro años atrás, mientras caminaba por la calle, cuatro policías locales le rodearon, lo arrinconaron y empezaron a meterse con él. El Ayala, siempre con más orgullo que con cabeza, le retó a uno de ellos a quitarse la porra y la pistola para enfrentarse contra él si tenía huevos.
- ¿Acaso es una amenaza Ayala? ¿Te crees que un mierda como tú puede hacerme daño?
El Ayala asestó entonces un puñetazo que sirvió para tumbar al agente, pero que poco sirvió para la posterior paliza que recibió por parte de los otros tres. El doloroso preámbulo a otros cuatro años más entre rejas.
- Lo volvería a hacer.- me contaba sin dudarlo.
- Eres un tipo duro, Ayala.
- Duro no, pero a mí nadie me toca así los cojones.
Hoy en día, cada vez que entro a trabajar, sigo viendo al Ayala solo en su sitio, con la misma expresión, la misma mirada erosionada, disfrutando siempre de su litro de cerveza como si fuera el último. Se marcha de la Taberna, con ligera prisa, cada día a las nueve de la noche. Lo espera su hermana en casa con la cena servida. Ella le marca los horarios y, aunque él diga lo contrario, lo mantiene bien a ralla para que no se vuelva a meter otra vez en ningún lío. El Ayala, a pesar de bromear y de hablar bastante conmigo, nunca se despide al cerrar la puerta. A veces, afuera, no muy lejos del bar, los mismos cuatro policías le esperan en la calle. El Ayala cuando los ve no traga saliva. Sabe que es un marginado. No teme a otros cuatro años de prisión.
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