domingo, 11 de enero de 2015

La Femme

Los exámenes invernales habían acabado y la ciudad se vació completamente. Como en tantas otras ciudades universitarias, la vida de Salamanca dependía casi íntegramente de la universidad y sus estudiantes, así que, cuando esta cierra, por las calles no queda casi nadie.

No me preguntes por qué, pero no sé con qué pretexto tomé la decisión de quedarme allí durante el breve periodo vacacional de febrero. Con todos mis amigos y conocidos fuera, pasé aquellos días solo conmigo mismo. Durante esa época, me comporté de una manera que muchos calificarían como "extraña": Apenas abrí la boca en varios días; Comía cuando tenía hambre; Dormía cuando tenía sueño. Mi horario se deformó de tal manera que llegó un día en el que me acosté y me levanté de noche.

Aproveché mi soledad para hacer lo que más me gustaba, que por entonces eran aficiones pasivas como leer, ver películas o dar paseos nocturnos. Salía de vez en cuando a pubs, pero no era cosa habitual puesto que por emborracharme, prefería emborracharme en casa. Frecuentaba lugares más tranquilos: Tuve la suerte de que, pasada la primera semana, encontrara un café que habría toda la noche no muy lejos de casa. Ahora mismo no recuerdo el nombre, porque después de esos días sencillamente dejé de ir, pero era un espacio pequeño que constaba básicamente de una barra. La música era de buen gusto y el sonido no resultaba ni muy tranquilo ni muy molesto. Ahora que lo pienso, creo que lo que verdaderamente me gustó de aquel sitio era el hecho de que el camarero no procurara meterse en mi vida. Nos respetábamos. Nos entendíamos bien, tanto que había noches en las que no necesitábamos emplear palabra algunas para poder comunicarnos.

A la séptima u octava noche (o por ahí) entró en aquel café una chica con un libro. Se sentó también en la barra y se pidió un té. Sus movimientos eran elegantes (rasgo que descubrí más tarde), pero no pertenecía a ese tipo de chicas que llamara mucho la atención, sino que prefería ocultarse en la discreción. Al igual que yo, apenas se comunicaba verbalmente con el camarero, por lo que deduje que era asidua al lugar (esto también lo confirmé más tarde). No obstante poco me acuerdo de ella la primera noche. Solo que leía. Ciencia ficción.

Pasaban los días y a la misma hora, ella acudía religiosamente con sus libros de ciencia ficción. A medida que avanzaba el tiempo me empecé a fijar en ella, y de lo primero que me sorprendí fue en la celeridad con la que ella devoraba estos libros, que no solían durar más de dos días. Un día aparecía con alguno de Lem, otro con relatos de K. Dick o de Dneprov, Asimov no podía faltar, Huxley, Saparin... Variaba constantemente de autor, de estilo y de formato.

La mujer se convirtió finalmente en una motivación más para ir al café. Cada noche ambos nos sentábamos en el mismo sitio que el día anterior y pasábamos las horas sin mirarnos ni hablarnos en ningún momento. Pero sin embargo nos sentíamos. Estaba cómodo. Me bastaba así. Era así. 

El último día que la vi, ella salió del café a la hora que solía hacerlo pero olvidándose sobre la barra una edición antigua de Crónicas Marcianas de Ray Bradbury. Tardé un rato en darme cuenta, pero conforme descubrí aquel libro abandonado allí, salí a la calle sin ponerme la chaqueta corriendo en búsqueda de su propietaria. El camarero ni se sorprendió ni me dijo nada.

Afuera hacía frío y la niebla era densa. Desde que los estudiantes se fueron de la ciudad, la niebla se espesó y no hubo desde entonces (que yo recuerde) noche sin niebla en la Salamanca de aquel mes de febrero. Por mi parte, entre calles vacías, corrí de una forma automática, y apenas sentía el frío que debería de haber sentido. Improvisé un camino, y doblé con seguridad por donde tenía que doblar. Finalmente me alejé bastante del café, pero pude encontrar a aquella mujer en mitad del puente de piedra romano. No sé si fue por suerte o qué, pero allí estaba, sola, y miraba al río de donde proviene la niebla. Al verla, frené mis pasos y respiré lentamente. Me situé a su lado y no le dije nada, no quería profanar aquel momento. Ella fue quien empezó.

"Puedes quedártelo, pronto me marcho" Me dijo con tono sereno, como si conociese mi mente desde siempre.

"¿Quién eres?" le pegunté sin ocultar la vergüenza y el asombro.

La chica, la mujer, se quedó un rato callada meditando las palabras adecuadas. Entonces apartó por fin la vista del horizonte y me miró, por primera vez, a los ojos. Esto lo recuerdo bien: eran grandes, hermosos y negros. Sonreía, segura, elegante. Era una diosa.

"Vengo de la luna" me contestó, para después girarse y seguir cruzando el puente.

Atónito, no supe cómo reaccionar, como de costumbre. Y me limité a ver como se alejaba sobre el puente hasta desaparecer entre la bruma.

El día siguiente fue el día más claro que hubo en semanas, y la ciudad vacía de Salamanca pudo volver entonces a ver las estrellas y la luna. Luna llena. Yo volví aquella noche al café con el libro, aquella y varias noches más. Pero ella no volvió a aparecer jamás en el café. Le pregunté finalmente al camarero, que me miró con cara de no saber nada. No sabía como sentirme.

Abrí el libro de Bradbury, que ella me había olvidado. Empezaba con esta cita:
 
-Es bueno renovar nuestra capacidad de asombro -dijo el filósofo-. Los viajes interplanetarios nos han devuelto a la infancia.




Leí un poco y me fui temprano a casa. Las clases volvían a comenzar a la mañana siguiente.

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