jueves, 18 de junio de 2015

El graduado

Prácticamente en pijama, el graduado terminaba de sellar el paquete con las cosas que su hermana se había olvidado tras su marcha de aquella mañana. Afuera diluviaba, y las gotas rebotaban violentamente contra el cristal de la ventana. Temblaba el cielo, pero el graduado ignoraba esto. Tardaría poco en llegar.

Miró el cronómetro del móvil y vio que había pasado exactamente 43 minutos desde el momento en el que había ingerido una ración de setas alucinógenas. Era su primera vez, y estaba tan ilusionado como solo. Ahora que era graduado, que había alcanzado el principal objetivo de los últimos cuatro años, se podía tomar el gusto de debutar con una experiencia psicodélica. 43 minutos, podía ocurrir en cualquier momento.

Tres horas antes, cuando se encontró con el camello en las puertas de su ex facultad, había tenido un pequeño encontronazo con Antonio, el drogadicto que siempre pulula por el campus recolectando cigarrillos y monedas de los ingenuos estudiantes. El piscodélico, como solían llamarle, se mantenía siempre atento, así que pilló al joven con el camello que seguramente también era el suyo. El graduado no se perturbó ante la llegada del yonqui, le conocía desde hacía bastante y este a él, aunque aquel decadente nunca supo memorizar su nombre, seguramente porque el chico no fumaba y, por lo tanto, no tenía cigarrillos para ofrecerle. Pues bien, con la mirada perdida y el caminar automático, Antonio, el piscodélico, le preguntó que qué había pillado.

-Setas.

-¡Eso te deja secuelas!

De vuelta a su cuarto, el graduado cerró los ojos y se limpió el sudor de la frente. ¿Seguía teniendo la fiebre que llevaba tres días seguidos arrastrando? ¿Cómo podía eso influir en el efecto de la droga?. Quizás las palabras de Antonio le habían afectado, aunque él sabía que si alguien podía conocer las secuelas, ese era el piscodélico. Pero de cualquier modo, todo esto daba igual. Las setas estaban ingeridas y ya no había marcha atrás. Y menos en ese instante, cuando sus pupilas empezaban poco a poco a dilatarse. Entonces se cambió torpemente de ropa, se puso abrigo y zapatillas y salió a la calle. Tenía un total de cinco horas para disfrutar del viaje. Afuera, al menos, había dejado de llover.

La calle estaba vacía, todo lo vacía que podía estar un lunes a la una de la mañana. El graduado emprendió su camino, disimulando torpemente los efectos que estaban empezando a aparecer. No muy lejos de su casa, se encontró con su amigo alemán con el que había quedado para compartir camino, aprovechando que vivía un par de calles más abajo. Al estrecharse las manos y comenzar con el paseo, el graduado notó algo raro: La luz que los rodeaba empezó a oscilar de tono, pasando a ser de blanca a azul, repetida y pausadamente. El bávaro se dio cuenta de qué algo pasaba:

-¿Estás bien?

-Sí, aunque creo que tengo algo de fiebre- contestó el chico. Le divertía ocultarle este dato al alemán, quien se volvería a su país acompañado de muchas anécdotas raras de Salamanca.

-Bueno, estos están en la Imprenta ¿Vamos?

El graduado asintió y se pusieron de camino. Las luces, mientras tanto, siguieron oscilando de azul a blanco y el efecto que tenía sobre el suelo mojado daba un matiz muy cinematográfico a la conversación que tenían y al trayecto en sí. ¿De qué habla? se peguntó el joven mientras el Alemán comentaba cosas acerca de los parecidos entre Galicia y Baviera. El graduado se giró desoyendo en todo momento y vio como la calle que habían dejado atrás se alargaba y estiraba. Sentía que miraba en alta definición, a pesar de que muchas cosas que veía antes no estaban, como algunas sombras que se proyectaban formando cuerpos oscuros, como aquella cara del Che Guevara, que creyó ver en la fachada de la iglesia. Ya había entrado en la mitad del viaje. El bávaro seguía con lo suyo.

Llegaron a La Imprenta y se encontraron con varios amigos suyos. Estaban sentados en el suelo a las puertas de chapa del bar, que cerraba pronto los lunes. El alemán empezó a hablar con una chica, y el graduado se acercó a sus amigos para contarles en dónde se había metido. Entre risas, tres de los otros chicos confesaron también ir drogado: dos con lo mismo, y el otro con marihuana. De modo que nuestro hombre se sentó en el suelo y comenzaron a divagar. El efecto de la droga seguía estable y había conseguido la maravillosa proeza de desautomatizar algo tan interiorizado como puede ser la esquina de La Imprenta. A los ojos de El Graduado se encontraba en un sitio completamente nuevo, a pesar de haber pasado por ahí cada fin de semana durante sus últimos cuatro años en Salamanca. Se dio cuenta de que las setas le habían afectado tanto a nivel perceptivo (las luces y sombras) como a nivel reflexivo. Miraba y pensaba diferente, y además sentía el tiempo de manera extraña. Podía tanto meditar intensivamente, destripar completamente lo que pensaba de las cosas en cinco minutos, como escuchar un chiste de humor negro de alguno de sus amigos y reírse durante una hora. Esto último sucedía con el chico afectado por la marihuana, con el que formaron un dúo cómico muy complementario durante aquella noche.

Pero pasaron las horas y él seguía drogado pero sus amigos no. Los tres que estaban con él se fueron a sus casas a dormir; el graduado, por su parte, se quedó solo con el alemán y la chica, con la que seguían hablando. Entonces el chico aprovechó e hizo algo muy simple que llevaba tiempo queriendo hacer: Cerrar los ojos. Simplemente para ver lo que había cuando lo alucinógeno recorre tu cuerpo. Lo que pasó no fue del todo agradable.

Cerró los ojos y vio caras, caras que le observaban. Caras que empezaban por ojos y acababan en sonrisas. Ni de hombre ni de mujer, eran caras etéreas sin pupilas, pero con expresión alegre, de euforia. Parecían totems, personalidades de otro plano o de otra dimensión, que le observaban a través de aquella brecha que unos gramos de setas habían creado. El graduado sudaba, pero no abría los ojos. No estaba asustado, sabía que todo era producto de un condicionante externo. Quería seguir viendo a estos seres, quería seguir viéndose, quería ir un pasó más allá. Pero alguien de fuera le tocó el hombro.



Abrió los ojos, y vio el cielo que amanecía. Era la chica con la que estaba hablando el alemán. Era, efectivamente, su hermana.

-Vamos a casa Antonio, que estás ardiendo.

El mundo volvía a ser un lugar normal: La esquina de La Imprenta volvía a gozar de su vulgar suelo pegajoso, olor a pis y viejos yendo a misa, y las calles volvían a estar secas y con las farolas apagadas. Amanecía,  definitivamente, otro día completamente normal en Salamanca. Antonio lo notaba, y respiró el aire fresco de la mañana charra mientras sentía que su fiebre, por fin, se estaba disipando. Ahora, que ya estaba liberado de la facultad, se planteaba un día bastante tranquilo con solo una cosa para hacer: Acompañar a su hermana a la estación de autobuses. Arriba el cielo se nublaba, seguramente llovería por la tarde.

Hoy no es mal día de probarlas, pensó para sí. Estaba ilusionado, sería su primera vez.

domingo, 14 de junio de 2015

Don Cochinillo

Amanecía un nuevo día y con ello otra fecha tachada en el calendario. Efectivamente, faltaba solo un día para que Don Cochinillo cumpliera sus ansiados 18 años. Llevaba mucho tiempo queriendo convertirse, a efectos prácticos, en adulto y su deseo estaba a punto de concretarse. Al contrario con lo que ocurre con la mayoría de adolescentes, no quería llegar hasta ahí solo para tener la posibilidad de, por ejemplo, adquirir alcohol, obtener el carnet de conducir o poder emanciparse. Lo que Don Cochinillo buscaba con todo su ser desde que tenía memoria, era la capacidad legal para poder cambiar de una vez por todas su condenado, ridículo y horrible nombre.

Se llamaba Don Cochinillo. Don Cochinillo Serrano Andino. Tenía casi 18 años.

Nació como un precioso bebé -sin nombre- de tres kilos y medio, pero su padre, Don Cochinillo senior (o don Don Cochinillo), no tardó en etiquetarle con el ridículo nombre, siguiendo así con la antiquísima tradición familiar que dicta que cada varón sea así llamado. Se documenta que la tradición ya va, al menos, por la decimosexta generación. Motivo de orgullo familiar para una familia que ni destaca ni destacó en nada más a parte de esto.

Don Cochinillo no son dos nombres, sino uno compuesto. Sin embargo, siempre a los ojos de los cercanos hubo aceptación familiar hacia algunos apócopes o hipocorísticos, para poder economizar el esfuerzo que supone pronunciar un nombre tan largo como Don Cochinillo sin que entrara la risa. Al padre, por ejemplo, le decían Dondon (Como London pero con otra 'd', comenta siempre Don Cochinillo Senior), mientras que al primogénito, nuestro protagonista tacha-calendarios, se contentaba con que sus colegas lo llamasen Donco. Donco como nombre, aun siendo raro, nunca fue ni la décima parte de ridículo de lo que es su nombre completo, y, tras lidiar con cierto abuso escolar y demás, ha tenido suficiente aceptación global. En lo referido al abuso escolar, básicamente lo sufrió por su compañero Porfi (de nombre completo Porfirio) quien se reía de él simplemente porque podía. Por lo demás no hubo muchos problemas, y a Donco solo le llamaban Don Cochinillo en contados casos: Cuando iba a renovar los documentos y cuando iba a visitar al doctor. Su hermano se llamaba Juan. Don Cochinillo siempre odió a Juan.

Como se acercaba la fecha de su cumpleaños y todos conocían la decisión de Donco, Dondon decidió tener una charla con él padre e hijo. Lejos de tratar otros temas que también llevaban mucho tiempo preocupándole a su primogénito, Dondon intentó convencer a su hijo de que no se cambiase el nombre. No solo le mostró el árbol genealógico que los 'Don Cochinillo' han ido elaborado a lo largo de la historia, sino que, además amenazó con desheredarle o dejarle sin viaje de fin de curso a Magaluf, Mallorca. Al ver que ante estas amenazas su hijo se mostraba impasible, el frustrado y mal padre optó por cambiar de estrategia y decirle que si osaba a cambiar de nombre, habría un gran problema para con sus amigos o conocidos, ya que no sabrían, por ejemplo, como buscarle en las páginas blancas. Donco, naturalmente, hizo caso omiso frente a tan intrascendentes argumentos, así que Dondon tiró de épica y resaltó lo difícil que es vivir en este mundo, en el que no se para de sufrir duros golpes y en el que solo triunfan los fuertes. Aquellos que se llaman Don Cochinillo, según comentó el padre, están mejor preparados a las adversidades de  la vida, ya que desde muy pequeños han sabido enfrentarse a aquellos que les han ido atacando por su nombre. Por lo tanto, todo aquel que se llamase Don Cochinillo estará mejor preparado para triunfar. Donco no dijo nada y al cabo de un minuto se fue a su cuarto para esperar unas horas más.

Dondon se pasó el día del cumpleaños de su hijo llorando, principalmente por dos motivos: Por un lado se rompía la antiquísima tradición familiar. Por otro, él ya no sería más Don Don Cochinillo sino más bien Don Cochinillo, por lo que el apócope Dondon ya no tendría sentido.

Finalmente el cumpleañero regresó triunfal con un nuevo nombre, una nueva vida y un nuevo DNI:

Ahora ya no era más Don Cochinillo.

Ahora era un hombre nuevo.

Ahora era Ramón.

Ramón Serrano.

lunes, 1 de junio de 2015

Pequeñas victorias

Levantarse de la mesa, sonreír al de al lado, entregar los folios garabateados y salir corriendo del examen para no llegar tarde a la primera caña que brindas con el camarero.
Esta va en honor a los pocos días que aún quedan de pertenencia.

Otra pequeña victoria.

Pasear con el sol de mayo como única compañía, que calienta sin arder, que tuesta sin quemar.
Pensar en lo maravilloso que es comprender que leer y broncearse son dos actos compatibles.
Después, irse y volver, sabiendo que al anochecer las piedras de la ciudad seguirán templadas.

Otra pequeña victoria.

Correr hasta quedarse sin aliento. Sentir que al frenar, antes de querer controlar la pelota, tu pie se ancla al suelo propiciando el que será el principio de otra ampolla. Caerte de bruces por tu torpeza. Escuchar las risas de los demás y reírte con ellos.
Reírte de ti mismo.

Otra pequeña victoria.

Bailar como si fueras la única persona en la tierra. Saber que nadie está observando, ni juzgando. Abrir los ojos y ver que estás con quien quieres estar.
Querer y ser querido.

Otra pequeña victoria.

Regresar a casa solo a las once de la mañana.

Otra pequeña victoria.

Regresar a casa feliz, sin haberte marchado de Ella.

Otra pequeña victoria.