Prácticamente en pijama, el graduado terminaba de sellar el paquete con las cosas que su hermana se había olvidado tras su marcha de aquella mañana. Afuera diluviaba, y las gotas rebotaban violentamente contra el cristal de la ventana. Temblaba el cielo, pero el graduado ignoraba esto. Tardaría poco en llegar.
Miró el cronómetro del móvil y vio que había pasado exactamente 43 minutos desde el momento en el que había ingerido una ración de setas alucinógenas. Era su primera vez, y estaba tan ilusionado como solo. Ahora que era graduado, que había alcanzado el principal objetivo de los últimos cuatro años, se podía tomar el gusto de debutar con una experiencia psicodélica. 43 minutos, podía ocurrir en cualquier momento.
Tres horas antes, cuando se encontró con el camello en las puertas de su ex facultad, había tenido un pequeño encontronazo con Antonio, el drogadicto que siempre pulula por el campus recolectando cigarrillos y monedas de los ingenuos estudiantes. El piscodélico, como solían llamarle, se mantenía siempre atento, así que pilló al joven con el camello que seguramente también era el suyo. El graduado no se perturbó ante la llegada del yonqui, le conocía desde hacía bastante y este a él, aunque aquel decadente nunca supo memorizar su nombre, seguramente porque el chico no fumaba y, por lo tanto, no tenía cigarrillos para ofrecerle. Pues bien, con la mirada perdida y el caminar automático, Antonio, el piscodélico, le preguntó que qué había pillado.
-Setas.
-¡Eso te deja secuelas!
De vuelta a su cuarto, el graduado cerró los ojos y se limpió el sudor de la frente. ¿Seguía teniendo la fiebre que llevaba tres días seguidos arrastrando? ¿Cómo podía eso influir en el efecto de la droga?. Quizás las palabras de Antonio le habían afectado, aunque él sabía que si alguien podía conocer las secuelas, ese era el piscodélico. Pero de cualquier modo, todo esto daba igual. Las setas estaban ingeridas y ya no había marcha atrás. Y menos en ese instante, cuando sus pupilas empezaban poco a poco a dilatarse. Entonces se cambió torpemente de ropa, se puso abrigo y zapatillas y salió a la calle. Tenía un total de cinco horas para disfrutar del viaje. Afuera, al menos, había dejado de llover.
La calle estaba vacía, todo lo vacía que podía estar un lunes a la una de la mañana. El graduado emprendió su camino, disimulando torpemente los efectos que estaban empezando a aparecer. No muy lejos de su casa, se encontró con su amigo alemán con el que había quedado para compartir camino, aprovechando que vivía un par de calles más abajo. Al estrecharse las manos y comenzar con el paseo, el graduado notó algo raro: La luz que los rodeaba empezó a oscilar de tono, pasando a ser de blanca a azul, repetida y pausadamente. El bávaro se dio cuenta de qué algo pasaba:
-¿Estás bien?
-Sí, aunque creo que tengo algo de fiebre- contestó el chico. Le divertía ocultarle este dato al alemán, quien se volvería a su país acompañado de muchas anécdotas raras de Salamanca.
-Bueno, estos están en la Imprenta ¿Vamos?
El graduado asintió y se pusieron de camino. Las luces, mientras tanto, siguieron oscilando de azul a blanco y el efecto que tenía sobre el suelo mojado daba un matiz muy cinematográfico a la conversación que tenían y al trayecto en sí. ¿De qué habla? se peguntó el joven mientras el Alemán comentaba cosas acerca de los parecidos entre Galicia y Baviera. El graduado se giró desoyendo en todo momento y vio como la calle que habían dejado atrás se alargaba y estiraba. Sentía que miraba en alta definición, a pesar de que muchas cosas que veía antes no estaban, como algunas sombras que se proyectaban formando cuerpos oscuros, como aquella cara del Che Guevara, que creyó ver en la fachada de la iglesia. Ya había entrado en la mitad del viaje. El bávaro seguía con lo suyo.
Llegaron a La Imprenta y se encontraron con varios amigos suyos. Estaban sentados en el suelo a las puertas de chapa del bar, que cerraba pronto los lunes. El alemán empezó a hablar con una chica, y el graduado se acercó a sus amigos para contarles en dónde se había metido. Entre risas, tres de los otros chicos confesaron también ir drogado: dos con lo mismo, y el otro con marihuana. De modo que nuestro hombre se sentó en el suelo y comenzaron a divagar. El efecto de la droga seguía estable y había conseguido la maravillosa proeza de desautomatizar algo tan interiorizado como puede ser la esquina de La Imprenta. A los ojos de El Graduado se encontraba en un sitio completamente nuevo, a pesar de haber pasado por ahí cada fin de semana durante sus últimos cuatro años en Salamanca. Se dio cuenta de que las setas le habían afectado tanto a nivel perceptivo (las luces y sombras) como a nivel reflexivo. Miraba y pensaba diferente, y además sentía el tiempo de manera extraña. Podía tanto meditar intensivamente, destripar completamente lo que pensaba de las cosas en cinco minutos, como escuchar un chiste de humor negro de alguno de sus amigos y reírse durante una hora. Esto último sucedía con el chico afectado por la marihuana, con el que formaron un dúo cómico muy complementario durante aquella noche.
Pero pasaron las horas y él seguía drogado pero sus amigos no. Los tres que estaban con él se fueron a sus casas a dormir; el graduado, por su parte, se quedó solo con el alemán y la chica, con la que seguían hablando. Entonces el chico aprovechó e hizo algo muy simple que llevaba tiempo queriendo hacer: Cerrar los ojos. Simplemente para ver lo que había cuando lo alucinógeno recorre tu cuerpo. Lo que pasó no fue del todo agradable.
Cerró los ojos y vio caras, caras que le observaban. Caras que empezaban por ojos y acababan en sonrisas. Ni de hombre ni de mujer, eran caras etéreas sin pupilas, pero con expresión alegre, de euforia. Parecían totems, personalidades de otro plano o de otra dimensión, que le observaban a través de aquella brecha que unos gramos de setas habían creado. El graduado sudaba, pero no abría los ojos. No estaba asustado, sabía que todo era producto de un condicionante externo. Quería seguir viendo a estos seres, quería seguir viéndose, quería ir un pasó más allá. Pero alguien de fuera le tocó el hombro.
Abrió los ojos, y vio el cielo que amanecía. Era la chica con la que estaba hablando el alemán. Era, efectivamente, su hermana.
-Vamos a casa Antonio, que estás ardiendo.
El mundo volvía a ser un lugar normal: La esquina de La Imprenta volvía a gozar de su vulgar suelo pegajoso, olor a pis y viejos yendo a misa, y las calles volvían a estar secas y con las farolas apagadas. Amanecía, definitivamente, otro día completamente normal en Salamanca. Antonio lo notaba, y respiró el aire fresco de la mañana charra mientras sentía que su fiebre, por fin, se estaba disipando. Ahora, que ya estaba liberado de la facultad, se planteaba un día bastante tranquilo con solo una cosa para hacer: Acompañar a su hermana a la estación de autobuses. Arriba el cielo se nublaba, seguramente llovería por la tarde.
Hoy no es mal día de probarlas, pensó para sí. Estaba ilusionado, sería su primera vez.
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