Ruperto Alatriste, archiduque de Emerita Augusta (AKA Meryland), como en el resto de viernes-noche de su vida adulta, se encontraba a bordo de su carruaje Ford Fiesta, rumbo a Pachá, en búsqueda de lo que hacía todos los viernes noche, cuando montaba a lomos de su ford-fiesta: Reclamar su derecho de pernada.
Ruperto se había puesto las joyas de la corona (concretamente los oros en el cuello, y los dudosos diamantes en las orejas), se había peinado con toda la gomina que le quedaba en su bote casi-caducado, y se había sobre-perfumado con la popular fragancia Diesel. Se le podía oler, lo comprobé, a veinte metros a la redonda. Lo tenía todo: Ruperto Alatriste, archiduque de Emérita Augusta, se había puesto to reshulón. Empezaba por fin lo que tanto había esperado desde el último viernes noche.
¿Por qué le molaba tanto a Ruperto irse a Pachá Meryland todos los viernes a la noche? "¡Acho -contestó cuando le pregunté- no me ralles primo!". Más tarde comprendí la naturaleza de todo esto; dicho periplo suponía la más armónica unión de las dos actividades favoritas para un archiduque tan marchoso como era él: Ir de caza y reclamar su derecho de pernada. No obstante, estas dos acciones, mas bien podrían simplificarse en una: intentar folletear con la plebeya más jamona de Pachá Meryland.
Ruperto Alatriste era mi primo. Y esa noche yo estaba de copiloto. Iba a presenciarlo todo.
Mi relación con él pocas veces trascendió de lo estrictamente familiar, desde que éramos pequeños al menos. Por aquel entonces, cuando yo tenía seis y él ocho (o así) cualquiera del pueblo diría que éramos uña y carne. La liábamos parda siempre que podíamos y éramos la pesadilla de una familia que, por culpa nuestra, dormía siempre con un ojo atento a nuestras continuas gamberradas. Después, bueno, crecimos de manera diferente: mientras yo me empecé a interesar por la literatura, cómics y videojuegos, él se preocupó más por fumar porros a todas horas e ir al poli a por chicas. Ahora, apenas coincidíamos en el pueblo en verano, o en algunas de sus visitas a Salamanca. Sin embargo nuestra relación nunca dejó de ser familiar, por eso cuando me dijo "Eh Jota, ¿nos tomamos unas rallitas y nos vamos pa' Pachá a ligarnos unas mozas? Va, vente con el primo Rúper que hace un huevo que no nos vemos". No pude negarme a hacerlo.
Para Ruperto Alatriste la droga era importante; para mí, un poco menos.
Dicho y hecho: Tres rallas consecutivas del speed más barato que se pudiera conseguir en Extremadura corría por nuestras venas mientras conducíamos a toda pastilla. La música era lo de menos, porque la Máxima FM creaba en nuestras mentes un efecto totalmente redundante a lo que nos había provocado la droga. No sé cómo lo hizo, pero el archiduque Ruperto Alatriste, el primo del pueblo, me había contagiado en media hora su perpetuo ímpetu cani y su determinación para emprender tal noble misión, como es reclamar el derecho de pernada.
A Rúper le decían archiduque porque así se llamó siempre en el
LoL.
Cuando por fin llegamos a Pachá Meryland, lo primero que sentimos al bajar del coche fue el olor del pis del botellón. "Primo, bienvenido a mis tierras" me dijo Ruperto Alatriste, archiduque de Emerita Augusta, aún con la nariz blanquecina por el speed. Abrimos el maletero, subimos el volumen de la máxima FM y empezamos a beber el botellón que habíamos preparado en casa: Vodka azul con red-bull. No preparamos mucho (solo llenamos una botella de fanta limón vacía) porque, según el primo, para estas cosas hay que estar lúcidos.
Entramos por fin a la disco, después de hacer la cola y pagar los pertinentes 15 euros que nos costó la entrada. Era la una de la mañana y la discoteca estaba bastante vacía "debimos habernos quedado más tiempo en la botellona" me gritó el primo en la oreja. Nos pusimos los sellos y salimos en búsqueda de las titis.
Vimos a un grupo de cuatro chicas; casualmente conocía a una de ellas de mi oscura etapa en el instituto. Se lo hice saber al archiduque y este infló el pecho, endureció sus brazos y empezó a caminar mecánicamente hacia el grupo de las tías para iniciar su cortejo. Conocedor de las técnicas de seducción, mi primo me utilizó como 'abridor' para entrar a las chicas: "Eh chicas, a mi primo se le ha caído el inhalador y es asmático ¿Lo habéis visto por aquí?". Al principio algo preocupadas por el asunto, no tardaron en tranquilizarse y ponerse a hablar con nosotros. Odié a mi primo durante un buen rato (la de mi instituto apenas me reconoció, solo un "Tu cara me suena de algo, ¿o soy yo?") y su forma estridente de ser... no hacía más que sentir rechazo hacia cada una de ellas.
Al rato, sin embargo, llegaron dos hombre más altos, más atléticos y más guapos que mi primo y que, por supuesto, yo. Los 'alfa' se olvidaron de saludarnos y se llevaron al rebaño de chonis dentro de la discoteca, que parecía llenarse. "Tenemos que volver, tenía una a huevo, primo". Y volvimos.
Dentro allí estaban, y bailamos
Danza Kuduro con las dos que no se encontraban morreándose con los dos maromos de antes. Eran, con diferencia, las menos atractivas del grupo. A mi primo le pareció importarle más bien poco (¿se había metido más droga?). Yo me fui a la barra para aprovechar mi consumición.
Pasé quince minutos allí hasta que la camarera se dignó a atenderme y a servirme un sucedáneo de gin tonic, sin limón y con un dedo de ginebra. Mientras bebía aquella cosa en la barra, oteé el horizonte en búsqueda de mi primo. De repente, sentí una palmada fuerte en mi espalda: Era el Adri, otro amigo del pueblo. Lo recordaba con cariño, porque era de los pocos niños que también disfrutaban con los cómics como hacía yo, sin embargo, su mudanza hizo que perdiésemos el contacto. Ahora estaba igual, pero con cincuenta kilos más de músculos, diez gramos más de gomina, y dos millones de neuronas menos. "¡Ye loco! ¡Cuanto tiempo acho!". Le saludé brevemente y escapé a los baños en cuanto pude.
Cuando salí del aseo allí estaba Ruperto Alatriste, en la puerta del de las mujeres. "Primo, misión conseguida. Tengo a una en el baño, así que cuando salga nos vamos a casa ¿o prefieres bailotear un poco más?".
Le dije que ya era suficiente bachata por hoy.
Pasaron treinta minutos cuando 'su chica' salió de ahí. Me enteré semanas más tarde que a esa chica le decían Fiona. No la conocía de nada: lo único que supe de ella fue que algo raro le ocurría en su estómago, ya que el vómito que dejó en el coche de regreso a casa terminaba en sangre. No soy médico pero eso no parecía normal. Me dejó Rúper finalmente en la puerta de mi casa, tras haber hecho tres rodeos para evitar los controles de alcoholemia. Solo habían pasado tres horas desde nuestra partida.
Me costó dormir aún por el poco speed que no había procesado mi cuerpo.
El archiduque Ruperto Alatriste, por su parte, ya estaría en su casa, haciendo el mínimo ruido posible para no despertar a su madre, contento de haber hecho efectivo, una vez más, lo que es suyo: el derecho de pernada.