Leo al sol. Lo hago casi religiosamente, al menos una hora; lo intento cada día. Me siento cuando el sol más quema, cuando más se siente el calor, y cuando el resto de la gente, que no sabe disfrutar del sol como yo, huye a la sombra en busca del cobijo de los árboles. Me siento y leo, pero también observo, y a veces soy también observado. Cuando esto sucede, me divierte imaginar sus pensamientos, casi siempre con la arrogancia de creer que me juzgan en silencio, escondidos detrás de miras telescópicas. Yo no les juzgo porque difícilmente sin mis gafas los veo, pero les comprendo su rechazo a luz. El sol de Salamanca es duro, cae sin filtro ni piedad, templando las piedras y rebotándose en ellas. El sol quema, eso lo sabe todo el mundo, pero lo que muchos ignoran es que también es capaz de convertir un pueblo de piedra en toda una ciudad dorada.
Leo bajo el sol, porque algo hay que hacer bajo el sol, y la lectura no me parece un mal pasatiempo. Leo de todo; analizo y devoro de una forma carnívora, porque el sol me da hambre. A veces leo sin leer, cuando prefiero leer la vitamina D y no las páginas que paso despreocupadamente. Leo como escucho música, porque en ocasiones es el libro el contexto del momento y no al revés.
Leo solo en un acto completamente introspectivo. Leo al sol para pasar desapercibido y confundirme en el paisaje, pero casi nunca me importa ser visto, ni tampoco, reconocido. Lo hago al sol porque quizás mi abuelo cada día al sol estaba, rompiendo baldosas para crear mosaicos. Él también esculpía y pintaba bajo el sol, y a mi eso me encantaba. Creo que le honro al acordarme y retratarme en él, aunque en mucho difiere su tarea creativa con mi afán deconstructivo de leer y devorar lectura ligera.
Por la noche, cuando el sol se va, me gusta tocarme y sentirme tibio. Me acuesto con el cuerpo cargado de luz y me duermo con infinitas ganas de mañana.