martes, 1 de diciembre de 2015

Hoy tengo un sueño


¡Hoy tengo un sueño!

Sueño que un día, bajo el azul ciberespacio de Facebook, Blogger, Twitter y demás redes sociales, los míos, los que siempre han estado y los que se acaban de sumar a mi vida, se puedan sentar juntos y celebrar el cariño hacia mi persona que tanto les une.

¡Hoy tengo un sueño!

Sueño que un día, en la república de mi casa donde ahora mismo disfrutamos de una precaria economía, pueda disfrutar de un 3Doodler, una impresora 3D portátil con las que tengo pensado hacer maravillas y seguir soñando.

Ciudadanos de mi vida, os pido que os unáis a mi causa. Con solo 55 céntimos, entre todos (los 171 contactos de mi Facebook) podré llegar a adquirir tan deseado artefacto, el cual no dudaré en compartir a quien lo pida. Ya muchos se han sumado a mi causa y hasta ahora se han recaudado la inestimable cantidad de 22€ con 55 céntimos, pero por ahora no es suficiente y es por eso que os llamo a que sigáis emprendiendo a mi causa. 

El objetivo es poder conseguir los 94€ que vale el producto para los próximos reyes. Parece difícil, sí, pero porque sois mis amigos, y porque os quiero mucho, no tengo la menor duda de que conseguiremos llegar a nuestro objetivo. Porque soñar es de valientes, porque juntos podemos lograrlo. 

Unidos por Lucio. 55 Céntimos para soñar.

OPCIONES DE PAGO: O bien en efectivo cuando coincidamos, o bien paypal (lucivernet@hotmail.com) 

martes, 20 de octubre de 2015

De los valles y volcanes

Victoria, de los valles y volcanes,
la que no canta, a pesar de su voz violeta.
Heroína de veintiún veranos.
Víctima de versos enrevesados.
Salvaje con villanos, violenta a veces;
valedora de volátil veneno.

Su llegada, la verdadera venida.
La que me vio y me dio la vida.
la que, sin embargo, se mueve,
valiente y voladora,
viajante y viajera de mil vías.
Juventud que no desvanece.

Vigilante por las vísperas,
vanguardia de las bravas,
vacuna de inverosímil vigor.
Victoria, la que te envuelve,
como un vaivén salvador
de viento leve de levante.

Victoria, mi pequeña Victoria.
Mi divina ventrícula.
Mi vitalicia primera vez.
Mi ventaja insalvable.
Mi ventana al volcán.
Mi vida. Mi viernes. Mi valle.




jueves, 8 de octubre de 2015

Teletransport-arte

- ¿Si tuvieras un super-poder cuál sería?

+ Me gustaría poder estirarme, como si fuera una goma elástica. Eso, me gustaría ser de goma.

- ¿Y por qué?

+ No sé, ¿por qué no? ¿Sabes la cantidad de cosas que podría hacer si yo fuera de goma? Podría... por ejemplo ir a la nevera y coger una manzana ahora mismo sin tener que levantarme a por ella. Podría estirar el cuello y llevar mi cabeza al cielo, donde podría ver todo desde las alturas. Podría cambiar de tamaño, hacerme pequeñita pequeñita hasta casi desaparecer o, por ejemplo, podría hacerme enorme y eclipsar la ciudad solo con mi presencia. Podría jugar con mi fisionomía, modificar mi aspecto... deformarlo incluso, para, por ejemplo asustar a quien quiera.

- Podrías también estirar tus brazos de modo que puedas planear.

+ ¡Claro! ¿Ves cuantas cosas podría hacer si yo fuera de goma? Y tú ¿qué super-poder tendrías?

- La teletransportación.

+ Cuéntame ¿Por qué?

- Para no tener que depender de la tecnología para verte...

+ ¿Sólo para eso? ¡Eres un moñas!

- Bueno, para eso o para ir a París, por ejemplo, sin gastarme un euro.

+ Eso definitivamente estaría genial, pero ¿no crees que el mundo se convertiría de repente en un lugar muy pequeño? Te conozco, y te digo que te aburrirías en seguida... quizás a los pocos años.

- ¡Y tú qué sabes! Solo depende de cómo lo use. Imagínate, podría aparecer dentro de una caja fuerte y robar todo el dinero que quiera... ¡me podría forrar!

+ Te podrías convertir en un delincuente, ¡brillante! Bravo por el chico soñador que quería ser escritor, ahora convertido en un burdo ladrón, la única forma con la que aprovecha su maravilloso super-poder.

- Ya está bien, no abro más la boca porque a cada cosa que diga me sacarás un argumento para hacerme la contra.

+ No te piques bobo, no es más que un juego... Simplemente creo que no lo aprovechas como yo lo aprovecharía.

- ¿Y cómo lo aprovecharías, chica de goma?

+ ¡Pues viniéndome a visitar!

- ¡Eso, justo eso, dije al principio!

+ Ya, maldito, pero no especificaste cómo. La primera vez, te explico, podrías sorprenderme en el momento en el que estoy a punto de dormir. Me despertarías con un beso. Tienes que ser cuidadoso, ya que si me llego a dormir del todo casi que mejor que no me despiertes. Podría ser en una noche de lluvia, una de esas en las que me quedo sola leyendo o escuchando música. O en una de esas en las que no me hablas por aquí, en las que me miro al espejo, y pienso en ti, y me pregunto ¿Qué tal habrá sido su día? ¿Habrá pensado en mí?

- ¿Y cómo sé cuando estás así?

+ Calla, te estoy diciendo cómo explotar bien tu super-poder.

- Pero cuando hablaste del tuyo tampoco lo estabas explicando tan profundamente.

+ Tú presta atención.

- Continúa.

+ Deberías aparecer sin aviso. Y aparecer ante mí con un beso, no uno de excesiva pasión, que sabes que a mí el rollo quinceañera ya lo he vivido y ahora como que no me va; tampoco tiene que ser un protocolario beso seco, un pico de niño o uno doble como si fuera tu tía abuela. No, tiene que ser diferente, tierno, dulce y cargado de sentimiento, como los que me solías dar. Por otro lado, ya que vienes teletransportado, chico-teletransportado, podrías venir con chocolate suizo, o un vino blanco portugués, ni demasiado seco ni demasiado dulce. Nota que doy por hecho que tu poder vale para poder teletransportar las cosas que lleves contigo.

- Naturalmente, así lo había pensado. Es que, si no es así, pierde mucho.

+ Por supuesto tesoro ¿También podrías teletransportarme a mí? ¿Podrías llevarme contigo donde quisieras?

- Solo si me das la mano, bien fuerte.

+ Eso está hecho ¿Dónde me llevarías?

- Donde quieras, donde siempre has querido ir.

+ Siempre igual ¡Venga mójate!

- Mmm... Te llevaría al paraná, al atardecer, cuando está el cielo aún azul y el agua rosa. Te llevaría a las ruinas de los hospitales del siglo XIII asturianos, en la cima de las montañas. Podríamos cargar con sacos de dormir y permanecer allí a la intemperie, bajo el cielo completamente estrellado.

+ ¡Podríamos ir a África! ¿Sabes que siempre he querido ir a África?

- Habría que tener cuidado según donde estemos, no vaya a ser que caigamos en medio de una manada de animales peligrosos o, peor aún, en alguna guerrilla.

+ Por eso deberíamos ir cogidos de la mano todo el tiempo, bien fuerte. Así, a la primera situación hostil, nos movemos de vuelta aquí, o a tu casa en Barcelona.

- Me parece bien. También siempre quise ir a la Antártida.

+ ¡Brr qué frío! ¿Te molan acaso los pingüinos?

- En realidad no tengo muy claro si quiero ir allá, pero es un deseo que guardo desde pequeño. Quizás me atraigan los lugares aislados.

+ Eres más raro... ¿Lo sabes?

- Por eso te gusto tanto.

+ Y un idiota, pero uno con razón. Desde este lado del mundo me teletransporto a la cama.

- ¿Otro skype mañana?

+ ¿Qué dices? Mañana me despiertas como te dije, con un beso.

- Hasta mañana entonces.

martes, 29 de septiembre de 2015

Marte

El sol se va alejando de este hemisferio. La luz ya no calienta como antes.
Es algo inexorable, como la lluvia que enfría el mediterráneo o la burbuja térmica de Madrid.

Cuando tomas tantos autobuses te terminas acostumbrando a verlo todo cambiar.

A veces pienso que atravieso Castilla entera solo para caminar por el mismo río, 
o para ser testigo de un eclipse un domingo a las cuatro de la mañana.

Qué cerca me siento cuando me dicen que, después de todo, hay agua en marte. 
No entra la soledad entre tanto eco resonando, una vez y otra vez, por el vasto universo.

martes, 22 de septiembre de 2015

Mujer naranja

Mujer naranja, he venido para experimentar porque hoy me desperté con ganas de mancharme de ti. Pero te advierto: traigo la paleta cargada; estoy dispuesto a acabar con tu simetría. Sé que bajo esos vértices, que se crecen al verme verde, hay curvas violetas; el color que mejor te sienta, y por el que estaría dispuesto a morderte si hiciera falta.

Mujer naranja, he venido porque extrañaba tu manera de cambiar de forma. No lo sabes, pero eres más tridimensional de lo que crees. Me gustaría (siempre lo desee) poder percibirte en cuatro, cinco o cien dimensiones (todas espaciales), pero no puedo hacer más que imaginarte en cada una de ellas, cada vez que me llega tu voz y me acaricia la cara.

Mujer que te crees naranja, he venido, en definitiva, para invadir tu espiral y fundirme en tu sonrisa. Qué placer ver la ventana blanca, caminar dentro de ti y sentir, por un momento, que siempre será hoy.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Unos y ceros

El universo que hay dentro de mí se expande,
quizás a mayor ritmo que el universo que habito
y que habitas.
No sé si algo en mí explotó o si poseo energía oscura,
pero a cada segundo que pasa crece y crece.
Cada vez más rápido. Tengo un problema.
No pasaría nada si fuera infinito o eterno.
Pero yo solo soy. Carne y hueso.

Intento dar. Intento escribir. Intento sacar de mí todo lo que puedo.
Intento amar, 
y abrir todas las válvulas de escape que se esconden en mí.
No es broma: Este cuerpo se queda pequeño.Y el universo se expande.
Por momentos me bloqueo, 
por momentos no encuentro las palabras adecuadas 
o las soluciones apropiadas.
Y es que solo soy carne y hueso, 
y esto que lees, unos y ceros.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Confesión

Leo al sol. Lo hago casi religiosamente, al menos una hora; lo intento cada día. Me siento cuando el sol más quema, cuando más se siente el calor, y cuando el resto de la gente, que no sabe disfrutar del sol como yo, huye a la sombra en busca del cobijo de los árboles. Me siento y leo, pero también observo, y a veces soy también observado. Cuando esto sucede, me divierte imaginar sus pensamientos, casi siempre con la arrogancia de creer que me juzgan en silencio, escondidos detrás de miras telescópicas. Yo no les juzgo porque difícilmente sin mis gafas los veo, pero les comprendo su rechazo a luz. El sol de Salamanca es duro, cae sin filtro ni piedad, templando las piedras y rebotándose en ellas. El sol quema, eso lo sabe todo el mundo, pero lo que muchos ignoran es que también es capaz de convertir un pueblo de piedra en toda una ciudad dorada.

Leo bajo el sol, porque algo hay que hacer bajo el sol, y la lectura no me parece un mal pasatiempo. Leo de todo; analizo y devoro de una forma carnívora, porque el sol me da hambre. A veces leo sin leer, cuando prefiero leer la vitamina D y no las páginas que paso despreocupadamente. Leo como escucho música, porque en ocasiones es el libro el contexto del momento y no al revés. Leo solo en un acto completamente introspectivo. Leo al sol para pasar desapercibido y confundirme en el paisaje, pero casi nunca me importa ser visto, ni tampoco, reconocido. Lo hago al sol porque quizás mi abuelo cada día al sol estaba, rompiendo baldosas para crear mosaicos. Él también esculpía y pintaba bajo el sol, y a mi eso me encantaba. Creo que le honro al acordarme y retratarme en él, aunque en mucho difiere su tarea creativa con mi afán deconstructivo de leer y devorar lectura ligera.

 Por la noche, cuando el sol se va, me gusta tocarme y sentirme tibio. Me acuesto con el cuerpo cargado de luz y me duermo con infinitas ganas de mañana.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Gota Fría

Ya            no       existe          Ciudad        Verano.                 Se          fue.

Se              diluyó          entre          agua,          viento          y          granizo,

haciendo        las        maletas       tan        rápido       como       pudo,

despidiéndose          con          un           seco        beso          tranquilo.

Como                griegos,                 fenicios                 y                 romanos

las          ruinas       y          el          silencio       son          su          único          vestigio.

Aquí    quedamos    el       resto,          así          de          desubicados,

desahogando                 sótanos,                 secando                 libros.

Neptuno                 y          las       ocho          acequias          sonríen

ante          tanto        trueno,          traqueteo          y          alarido:

la                 gota          fría          llegó          a                 Valencia,

y                 yo                 aquí,                 tan                 desvestido.

viernes, 28 de agosto de 2015

Hospitalero

Un vaso de zumo de naranja fue lo primero que nos dio el hospitalero del albergue de peregrinos de Bodenaya, una villa de menos de doscientos habitantes perdida entre los incontables valles de Asturias. Solo era nuestro segundo día caminando, pero los veintisiete kilómetros plagados de subidas (de esas que abundan en el camino primitivo) hizo que bebiéramos unos cuantos vasos sin apenas abrir la boca. Aproveché, sin embargo, ese momento para apreciar lo especial que era aquel albergue: una antigua cuadra remodelada y muy acogedora; llena de libros, adornos que otros peregrinos de todo el mundo habían dejado, y música. A parte de eso, no obstante, el lugar escondía 'algo' que emanaba una sensación latente de paz y bienestar.

El hospitalero, un hombre de edad indescifrable, que parecía mucho más joven de lo que probablemente era, por fin se sentó con nosotros y nos dijo, antes de sellarnos las credenciales, las tres normas principales de aquel albergue:

1. El albergue es gratuito, pero se admite y agradece la voluntad. Todo donativo que queráis dejar, tendréis que situarlo en esa caja cerrada que hay al lado de la puerta. Lo prefiero así. No me gusta tocar el dinero.

2. En este albergue todos los peregrinos cenaréis juntos, compartiendo mesa, a las 20:30 una comida que yo mismo, con las verduras de mi huerto, cocinaré.

3. En la cena, entre todos, acordaréis a que hora queréis levantaros y yo mismo os despertaré con música a la hora que me digáis, sin que tengáis que depender de vuestros teléfonos móviles. Os levantaréis con el desayuno preparado y os encontraréis con vuestra ropa lavada, secada y doblada.

El hospitalero se llamaba David. David sonreía. Todo el tiempo.

No nos dimos cuenta, pero la atmósfera de aquel lugar hizo que nos quedáramos toda la tarde dentro de aquellas anchas paredes. No sentimos, en ningún momento, la necesidad de explorar alrededores ni de conocer el pintoresco pueblo que era Bodenaya. El albergue era un lugar que nos invitaba a convivir con los otros peregrinos que poco a poco iban llegando hasta llenar su aforo. Fue una tarde ideal para que yo sacara el mate, Lukáš sus tostadas con mermelada y Alexander sus conservas. Adrià y Pablo completaron el improvisado picnic con cerveza que abundaba en la nevera de David, disponibles para todo aquel que quisiera disfrutarlas. De esta manera, entre todos pasamos la tarde riéndonos y conociéndonos, mientras David cocinaba y observaba sin perder en ningún momento la sonrisa.

Tras la cena, muchos de los peregrinos, que ya entonces éramos verdaderos compañeros, decidimos trasladar la conversación a la calle, antes de irnos a dormir. Fue en aquel momento cuando me separé un instante para volver adentro. Allí me encontré al hospitalero conversando con Alexander y rodeado por otras personas que simplemente escuchaban. Me uní a ellos y tampoco abrí, en ningún momento, la boca. Simplemente quería escuchar la voz de aquel hombre que había tenido el valor de adoptar ese estilo de vida, y que había tenido la suerte de encontrar una sonrisa que jamás dejó escapar. 

Fue así como David, con su parsimonia infinita, nos transmitió su rutina: Nos explicó lo duro que podía ser llevar aquel sitio, la importancia de los donativos que, muchas veces, eran insuficientes y la dureza del invierno en la montaña. Sin embargo su expresión no cambiaba, era un sacrificio que él estaba dispuesto a asumir para una vida que le encantaba: David recibía y trataba cada día a veinte peregrinos, todos diferentes. Él se identificaba como un compañero más, un testigo de momentos únicos, protagonizados por  diversas personas que, en otros contextos, jamás coincidirían. Nos habló también del amor, y de lo rápido que florece en una experiencia tan intensa como es el camino de Santiago.

Hubo un momento en el que detuvo su charla para dirigirse a la cocina y volver con un pequeño cuenco que guardaba ochenta céntimos. Nos lo mostró, y en ese instante el hospitalero nos empezó a relatar su historia:

Hace unas semanas, justo antes de que sirviera la cena, alguien llamó a la puerta de este Albergue. Era un joven que llevaba cuatro días sin comer en caliente y que había sido rechazado del albergue anterior, solo porque no tenía dinero para entrar. Había caminado siete kilómetros más para llegar hasta aquí. Se llamaba Marcos. Le abrí las puertas y hablé un buen rato con él. Era un buen chico. Dentro, no obstante, era uno más y no desentonaba para nada en una mesa que compartía con, por ejemplo, un hombre de negocios peruano que poseía una empresa de ocho plantas en pleno Manhattan. Lo único que llamaba la atención del chico era su hambre, y de las tres veces que repitió las lentejas. 

A la mañana siguiente volví a hablar con él y me preguntó hacia dónde podía seguir. Le dije que fuera al albergue de San Juan de Villapañada, donde mi amigo Domingo. Me preguntó que cuánto valía. Le dije que cinco euros. Me dijo que no podía pagárselo. Entonces cogí un billete de cinco y lo dejé en la mesa, porque a mí no me gusta eso de dar el dinero en mano. Le dije que lo cogiera, que no había ningún problema. Entonces nos despedimos con un abrazo, y me fui a recoger el desayuno. Fue entonces cuando oí la puerta cerrarse, y comprobé anonadado que los cinco euros todavía seguían ahí. Pero, lo que más me sorprendió, fue que a los dos minutos Marcos volvió, para decirme "toma David, es lo único que tengo. Que sirva como donativo para este albergue" y darme los ochenta céntimos que hoy todavía sigo guardando. Él dejó literalmente todo lo que tenía en este sitio, era la forma que consideraba oportuna de agradecer y de contribuir, como uno más, la continuidad de este hogar.

Mientras el hospitalero terminaba la historia orgulloso y emocionado, me fijaba en un azulejo en la pared que recitaba "El verdadero peregrino no exige, agradece".

A la mañana siguiente, después del desayuno, David y yo nos despedimos con un fuerte abrazo de dos minutos que acabó con lágrimas en mis ojos. Apenas habíamos intercambiado palabras durante mi estancia. 

El camino continuaba, aunque algo de mí se quedó en aquella cuadra, escondido entre adornos, libros y música.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Todo esto es tuyo

La música que suena,

las vibraciones que activan mecánicamente mis tímpanos

y el ritmo que trastorna estos latidos. 

Los procesos mentales, puentes nuevos que se crean, 

diferentes combinaciones que buscan lo mismo: 

Decir lo que siempre he pensado; Expresar lo que nadie ha dicho. 

La ganas que tengo de caer en mí. 

Las ganas de autoexplorarme

y de encontrar lo que no busco. 

Poder transformarte en palabras. 

Poder sentirte en el papel: 

Poder, 

en definitiva, 

curar la soledad

y encontrar la belleza.


miércoles, 5 de agosto de 2015

Cazador y presa

El bosque era un lugar oscuro y peligroso. Un laberinto de troncos que todo lo abarcaba. Allí en medio estaba Jairo, quien presumía de haberse convertido en uno de sus depredadores. Lejos quedaba aquel asustadizo chico que huyó de su grupo, sin más utensilios que sus propias manos.Ahora era diferente: era todo un cazador. Por las noches encendía una fogata y se ponía a afeitar su cuchilla mientras recordaba y planeaba sus movimientos. En efecto, había pasado de convertirse en un fallido arquero a ser un maestro trampero. Y es que se dio cuenta de que era mucho más eficiente ser inteligente que ser hábil, ya que las trampas, si están bien puestas, pueden rendir mucho más que una flecha. Jairo lo había aprendido, y lo había aprendido por las malas, pasando hambre varios días hasta el punto de casi haber muerto. Uno más tragado por el bosque.

Pero Jairo también aprovechaba la calma de la noche a la luz fogata para ponerse a escribir. Escribía sobre lo que le inquietaba, que no solo eran lo movimientos migratorios cambiantes de las aves o el carácter de algunas arañas pollito con sus presas. No, había algo más. Había algo que no terminaba de encajar en aquel entorno al que tan bien se había adaptado: Jairo no era el máximo depredador.

La primera vez que se dio cuenta de ello fue cuando se encontró a un jabalí con una flecha en el ojo. Después ese presentimiento de no estar solo se confirmaba con una sombra que a veces se hacía notar, una sombra antropomórfica. Una figura que en ocasiones le perseguía, y en ocasiones se adelantaba a sus movimientos y le quitaba la caza de un solo flechazo. Era otra persona; con seguridad, la única otra persona del bosque. Lo más extraño de todo es que tanto esta persona conocía su nombre y, a veces, desde la oscuridad, lo llamaba desde la espalda a través de la oscuridad repitiendo cada tanto "¡Jairo!".

Pero, conforme avanzaban los días y se acostumbraba hacia esta figura, que iba y venía con un periodo de actividad que empezaba desde la primera hora de la mañana, Jairo fue comprendiendo a este ser, que supo adelantarse a sus pasos y verlo con sus propios ojos. Era una mujer alta, casi tanto como él, robusta de carnes y de tez morena. Era su rival y era mejor que él. Cazaba con arco y flecha. Cuando la vio, supo que se llamaba Tana.

La tenía delante de él, desarmada, delante del río. Era su oportunidad. Después de haber pasado hambre y de haber sido casi devorado por las fieras más grandes, Jairo había comprendido que ,en un bosque como ese, solo podía haber un cazador. Y con Tana, de momento, había sido como un presa, o peor aún, como una dócil mascota. Así que sin dudarlo se abalanzó hacia ella con su cuchillo en mano, en búsqueda de acabar con el adversario más fuerte hasta el momento. No fue muy honorable por su parte, lo sabía, pero no era una situación como para guardar honor. Jairo hacía tiempo que había perdido la mayor parte de su humanidad en post de convertirse en un animal; en un depredador. Así que, tras un fuerte forcejeo, acabó Jairo sobre el cuerpo de Tana, prácticamente inmovilizada.

La tenía ahí, delante de él. A su merced. Por primera vez.

Entonces vio que en su párpado derecho, sobre esos infinitos ojos negros, guardaba una pequeña peca que ambos compartían. Ella estaba serena, pero no aceptaba su inminente final, sino que lo observaba con esa mirada de depredadora que también compartían.

-¿Qué te pasa Jairo, estás nervioso?

Entonces Jairo se vio en otro mundo, lejos en el espacio y en el tiempo. Con edificios y personas. Un lugar totalmente ajeno a aquel bosque. Jairo estaba en una habitación con la puerta cerrada por su compañero de piso, con su ordenador portátil en el escritorio, sus libros en las estanterías y esa magnífica ventana con vistas al río y al sol de atardecer. Sin duda, lo mejor del cuarto. Jairo estaba en su cama acostado, desnudo y con Trincea debajo suyo. También desnuda. Entonces Trincea, tan Trincea como siempre, lo miró con esos infinitos ojos negros, abrió la boca y lanzó la pregunta:

-¿Qué te pasa Jairo, estás nervioso?

Jairo, totalmente desubicado, sin saber que contestar, cerró los ojos. Y cuando los abrió volvió a verse en el bosque, como un cazador. Lejos de los libros, del ordenador y de sus vistas al río. Estaba de nuevo en esta situación de forcejeo letal. De repente Tana, lejos de esperar la respuesta de su rival, aprovechó esta vacilación para darle un rodillazo en su estómago y escaparse corriendo.

domingo, 2 de agosto de 2015

El duende

Mi historia con el duende se remonta al verano de 2015 en Parque Patricios, al oeste de la reserva natural de Peñagolosa, Comunitat Valenciana. Iba en el Corsa de mi padre junto con mis mejores amigos: Vicente Rodríguez, Verónica Boquete y Víctor Casadesús, la triple V. Era yo quien conducía, no solo por ser el coche de mi padre (en realidad no me importaba que ellos lo llevaran), sino también porque el azar así lo dictó. Días atrás nos habíamos reunidos en el chalet de Vero, en Jérica, y mientras tomábamos el sol en su piscina, cada uno tiró un dado. A mí me salió el uno y, por tanto, me tocó conducir, pero también me tocó ser el acompañante sobrio que cuidara de ellos durante su viaje de LSD, que planeábamos hacer en Parque Patricios. Me quería cortar las pelotas, más que nada porque era yo quien ponía el coche, y era yo quien más le interesaba esta aventura (o por lo menos quien había manifestado más interés). Pero así lo acordamos, y, sin manifestar toda la desilusión que llevaba conmigo, acepté la suerte. Alguien tenía que hacerlo.

El LSD lo había conseguido Víctor a través un amigo de su tío. Decía que era bueno. No dio más detalles.

Después de dos horas y media conduciendo y una hora y media caminando, siguiendo a Víctor, que "conocía la zona", llegamos a un lugar lo suficientemente apartado y lo suficientemente bonito. Éramos conscientes que lo que hacíamos era puramente ilegal, sobretodo el hecho de acampar en un parque natural; pero no éramos tan estúpidos como para llenarlo todo con basura, o hacer una hoguera que pueda incendiar la sierra completa. Simplemente éramos lo suficientemente estúpidos como para drogarnos en la montaña. Lejos de todo el mundo.

Decidimos establecer el campamento en un claro a la orilla de un pequeño río. Vicente afirmaba que era un afluente del Millars. Yo creo que Vicente no tiene ni idea de ríos. Así pues, instalamos la tienda de campaña Quechua de dos compartimentos que mi padre había comprado hacía 10 años, cuando las tiendas que se abrían solas eran ciencia ficción. Total, tardamos otras dos horas, pero finalmente pudimos montar todo el chiringuito que nos permitió un baño de recompensa en el agua helada del presunto afluente del Millars.

Yo disfruté. Todo lo que no tenía nada que ver con la droga era una alegría para mí, pero casi eran las cinco de la tarde y sus mentes ya demandaban el viaje astral. Así que abrimos el pareo, que colocamos en la hierba con sus pertinentes snacks y refrescos, y, sobré él, cada uno tomó su correspondiente cartón con ácido. Miré mi reloj y calculé que, desde ese momento hasta que se les bajara los efectos de la droga, pasarían más o menos 6 horas. Mientras conversaba con ellos, en ese instante previo a que la droga acapare el consciente de cada uno, hacía cálculos para mis adentros que desembocaban en una preocupante realidad: Durante, al menos, una hora, tendría que hacerme cargo de ellos bajo la más completa oscuridad.

Pasaron cuarenta y cinco minutos cuando a Vero se le dilataron los ojos. Fue la primera. Empezó a reírse instantáneamente y a observar todo con los ojos bien abiertos, con pupilas de búho. Diez minutos después le tocó a Vicente y, poco después, a Víctor. Los tres se quedaron completamente enajenados observando el paisaje bucólico que nos rodeaba. Para mí, durante esos momentos, era entretenido verles cómo intentaban hablar sin que supieran articular casi ninguna palabra; ver cómo su boca se desincronizaba completamente con su cerebro. Parecía que a mitad de frase se les ocurrieran algo más interesante o divertido para comentar, y cortaban completamente de manera muy cómica. Como buen ríoplatense, yo tomaba mate para espabilarme y para estar, también, en buena sintonía. Les acompañaba en espíritu, pero también, tomando el papel de chamán, les sugestionaba un poco. Fueron unas horas divertidas.

Todo cambió a la tercera hora. Eran ya las nueve pasadas y atardecía. Entonces estaban Vicente restregándose boca arriba con la hierba, Vero cantando lo que decía que era el sonido de la naturaleza y Víctor observando el otro lado del riachuelo, muy ensimismado. Fue ahí cuando se levanta Vicente, con la camiseta blanca toda manchada del verdor del césped, y empieza andar mientras miraba al cielo, para después acelerar sus pasos y terminar corriendo. Se dirigía a la nada. Me levanté ipso facto y salí detrás suyo.

-¡Quédense ahí! -les ordené a los otros dos, antes de que entrase en la vegetación.

No fue larga la carrera (ninguno de los dos estábamos muy en forma), pero aún así la persecución se prolongo sus quinientos metros campo a través, cuando Vicente se detuvo de golpe para mirar fijamente al cielo. Me acerqué a él y le tomé del hombro.

-¡Las luces, Bruno! -me dijo totalmente fuera de sí- Se han ido por ahí... ¿Dónde estarán?

 -Se habrán ido a un lugar mejor. Ven, volvamos- le contesté.

A trompicones emprendimos el camino de vuelta, ya que cada pocos pasos volvía la cabeza en búsqueda de las luces. Como casi había anochecido del todo, no podíamos retrasarnos mucho más, así que terminé convenciendo a Vicente de que las luces volverán a encontrarle solo si se queda exactamente donde estaba.  Mi táctica pareció funcionar, y pudimos regresar con normalidad, pero al llegar vimos que algo no iba bien. Víctor se había ido.


-Se fue a explorar -me dijo suavemente Vero con sus enormes pupilas, perdidas en la oscuridad, clavadas en mí.

La noche era total, y, en medio de la desesperación (nervios de mantequilla), lo primero que les dije fue que se quedaran quietos un momento mientras iba a buscar las linternas en la tienda. A pesar del estrés, dicha tarea no fue difícil ya que las había dejado bien a mano, per si de cas. Así que le di una a ellos y la otra me la quedé para emprender la búsqueda de Víctor. Antes de partir, les ordené una vez más que no se movieran bajo ningún concepto y empecé a caminar.

Regresé a los diez segundos porque eso era una muy mala idea. Se me había ocurrido una un poquito mejor: Cogí la navaja (después de cinco minutos rebuscando en mi mochila) y corté una de las cuerdas que anclaban la tienda al suelo. Acto seguido, até la cuerda a una de las muñecas de cada uno de mis amigos drogados, conmigo. Marchamos, en definitiva, como niños de cuatro años, en fila india, todos unidos por la mismo hilo para que no nos separásemos más. A través de la oscuridad en mitad de la montaña, dividirnos no era una buena opción. Menos si estás drogado.

No se me ocurrió nada mejor.

Nuestra búsqueda duró media hora y no obtuvimos respuesta alguna. La cooperación de Vero y Vicente no era la mejor tampoco, mientras una seguía buscándole el sonido a la naturaleza, el otro miraba furtivamente el firmamento. Lo cierto es que tampoco quería andar demasiado porque A: Tal y como íbamos, temía de que alguno de mis forzados acompañantes terminara estampándose con el suelo o desmayándose en el camino; y B: La visión era nula y, por consiguiente, era probable que nosotros también acabásemos perdidos. Además era el propio Víctor quien conocía (o decía conocer) el terreno, y de perderse alguien, mejor él que nosotros. No obstante acabamos igualmente perdidos y tardamos, a parte de los treinta minutos de búsqueda, como otros noventa en regresar a la tienda.

Olvidé mencionar que fui un poco estúpido al dejar la tienda sin ninguna luz que pueda servirnos como guía para regresar. Gracias a ello, tuvimos que buscar el riachuelo (mi único punto clave de orientación), fiarnos de que ese era el nuestro, fiarnos de que esa era la dirección que teníamos que tomar y confiar en el azar. Afortunadamente tuvimos suerte, pero no fue del todo gracias al azar sino que hubo algo más. Oímos un ruido, un apagado grito que nos llevó directamente a nuestro campamento.

Llegamos por fin y me desaté en cuanto pude. Sobre el pareo, justo donde había empezado todo, allí estaba, la silueta de Víctor que se me acercaba a mí.

Le enfoqué con la linterna y comprobé lo que más me temía: su estado.

Estaba completamente desnudo y húmedo. Partes de su cuerpo hasta estaban embarradas, pero no había rastro de herida o moretón que indicase haber sufrido lo suficiente como para gritar lo que antes escuchamos. Se acercó con cara siniestra, pupilas completamente dilatadas aún. Entonces, muy despacito y susurrando me contó su secreto.

-Bruno, he atrapado a un duende.

-¿Qué me estás contando Víctor?

-Está en la tienda.

Miré entonces la tienda de campaña y la iluminé con la linterna. En efecto, había algo dentro que la movía. Me giré ciento ochenta grados y comprobé que mis otros dos compañeros, que parecían, por fin, aserenarse de los efectos del ácido, seguían ahí. Había pues algo que no formaba parte de nuestro grupo metido dentro de la tienda.

Me acerqué a la puerta, envainé la navaja, tomé una distancia prudente y abrí de golpe la cremallera.

Una silueta se protegió los ojos ante la luz de la linterna. Entonces mi corazón dio un vuelco y de mi mano dejé caer la navaja. Ante mí, entre los sacos de dormir, un pobre chico con síndrome de down preguntaba por su familia. Me giro y veo a Víctor, desnudo, sonriente al lado mío.

-¿Has visto? He capturado a uno grande.

-¿Pero cómo...?

De repente, un helicóptero de la policía interrumpió el momento, colocándose justo sobre nosotros y empezando a alumbrar nuestra tienda de campaña. También se comenzaba a escuchar el ladrido de perros. Vicente, que minutos antes parecía haberse aserenado, cegado por el foco, empezó a gritar:

-¡Las luces, las luces! ¡Aquí estoy para que me llevéis con vosotros!

El pobre chico, por su parte, seguía lamentándose en la tienda. Sollozaba en silencio, aún con el trauma de que un hombre desnudo, con las pupilas dilatadas, lo había forzado a ir desde su campamento de Asindown hasta una perdida tienda de campaña.Un secuestro en toda regla, a la mano de tres jóvenes drogados, uno de ellos -recalco- desnudo. Por suerte, para él, la historia terminaba.

Para nosotros, en cambio, acababa de empezar.

domingo, 26 de julio de 2015

Hombre pelícano

En un futuro recordarás aquellos veranos en los que vivíamos a menos de treinta y cinco grados; cuando el mar no era este jacuzzi abarrotado de medusas. En un futuro extrañarás los vientos de tramontana o levante, o cualquiera que no sea el secador de pelo que cada día soportamos. Todo esto lo rememorarás, o lo verás en tus sueños; estará solamente en tu cabeza. Y en mi cabeza. 

En un futuro quizás tengas nostalgia de lo jóvenes que una vez fuimos, y de cuando caminábamos juntos por la playa, quejándonos de lo que hoy aceptaríamos sin dudar. Hasta puede que llores, eso ya no lo tengo claro. Pero da igual, todo esto estará en tu cabeza.

En un futuro te acordarás de esta habitación bañada de sangre. Pensaste que no podían sobrevivir, pero lo hicieron y tuviste que acabar con ellos de manera definitiva. Aquellas bocas que no quisimos alimentar ahora dejarán de cuestionarte, para siempre. Sin embargo, mirarás atrás y aparecerán. Pero no serán reales; solo estarán en tu cabeza. Míralos, ahora son simples manchas sangre y después no serán nada. Han fallado en lo único que no toleramos: Cortarnos las alas; apagar nuestro motor en movimiento. No les dejamos, no les perdonamos, no les recordaremos. Somos pelícanos, recuerda, somos hombres pelícano.


sábado, 18 de julio de 2015

La gran mentira

A ciento veinte kilómetros por hora iba el coche de Fredy Hinestroza en el momento en el que sucedió el fatal accidente. Un vuelco completo, un golpe contra la ladera de la montaña, un accidente letal. Fredy Hinestroza acabó destrozado, pero aún tardó unos minutos en fallecer. Unos minutos de silenciosa agonía, marcada por el metálico sabor de la sangre. Boca abajo. Sabía que iba a morir y que nadie lo podía ayudar en mitad de aquella carretera nacional un martes a las cuatro de la madrugada.

Freddy contemplaba el horizonte oscuro que, poco a poco, cada vez más se acercaba. Murió de manera patética, un apagado instantáneo, intentando asimilar su situación, sin pensar en algún posible milagro que lo salvara del fin, o en sus numerosos seres queridos.

Pudo haber pensado en sus padres, que bien de niño lo habían apoyado en todos sus intereses, deseos y aficiones; pudo haber pensado en su novia quien, al despertarse en unas horas, lo primero que haría sería enviarle un whatsapp de buenos días; pudo haber pensado en su grupo de amigos de toda la vida, con quienes salía a beber cervezas todos los viernes por la noche; pudo, incluso, haber pensado en sus más de quinientos amigos de Facebook, con quienes en algún momento había compartido, en mayor o en menos medida, momentos importantes de su vida.

Pero lo cierto es que murió solo y de manera patética, porque falleció sin que nadie le conociera de verdad. Esa fue la gran mentira: Lo que el era Fredy Hinestroza para los demás distaba mucho de lo que era en realidad.

Los padres que tanto le apoyaban y querían, solamente conversaban con él una vez a la semana. Prácticamente el tema central de sus charlas giraba en torno a la relación problemática de estos con otros parientes, que paradójicamente Fredy apenas conocía. Fredy solo les escuchaba, con frecuencia sin prestar demasiada atención, ya que a este todo esto le importaba más bien poco.

Con la novia, por su parte, mantenía una conversación vacía. El afecto y cariño era evidente, pero sus charlas básicamente se centraban en el contarse lo que hacían cada día a todo momento. Se conocían a la memoria la rutina del otro, y, como todo lo interesante que les ocurría se lo contaban a través de mensajes, en el cara a cara apenas se comentaban los argumentos de las series que veían juntos cuando no estaban besándose. Podría decirse que hablaban tanto que al final poco se decían.

Más de lo mismo con los amigos, con quienes compartía tantos gustos en común que, al final, provocaba que toda comunicación entre ellos girara en torno a trivialidades, que en ningún caso eran importantes para Fredy más allá de las risas que se hacía con ellos cada vez que salían.

Todos ellos veían a Fredy Hinestroza como un tipo sencillo, alegre, con sus virtudes y sus defectos. Pero nadie con algún problema, sino más bien un hombre feliz, con su trabajo, familia, novia y amigos. Una imagen no muy diferente a la que tenían los más de sus quinientos contactos en facebook de él y de sus fotos de fiestas o vacaciones en La Manga.

Fredy murió solo, tan solo como se había sentido en los últimos siete meses. Y no solo eso, Fredy tampoco fue un hombre feliz. Pero de eso nadie se dio cuenta, porque Fredy simplemente habrá decidido evitar transmitirlo, o, si lo hizo, quizás nadie habría estado atento a su demanda. Quizás, entre sus allegados, ninguno era la persona idónea para poder ser su confidente; quizás Fredy era socialmente incapaz de transmitir este tipo de cosas, o de encontrar el momento justo para ello.

¿Pero cuánto hubiera cambiado de haber sido lo contrario?

El legado que deja Hinestroza no es otro que el recuerdo de un hombre bueno que vivió (de manera fugaz, eso sí) lo que muchos denominarían una vida plena. ¿Habría ayudado a estas personas saber que este era, en realidad, un hombre tan atormentado como lo fue? Quizás su muerte fue un suicidio, pero quizás el se quedó dormido o iba borracho. La cuestión es que su profunda tristeza nadie la conoció y se murió con él un martes a las cuatro de la mañana.

Al día siguiente, sus padres, su novia, su grupo de amigos de toda la vida y otras personas cercanas se reunieron en el velatorio para mostrar su pésame. Entre anécdotas y buenos recuerdos empañados por la tristeza, ninguno de sus seres queridos sospechó siquiera que el legado que Fredy Hinestroza les había dejado no era más que una imagen modificada por lo que cada uno habían visto y conocido. Una imagen que poco se acercaba a lo que era su realidad. Todo fue una gran mentira. La mentira más hermosa de todas.






jueves, 9 de julio de 2015

Derecho de pernada

Ruperto Alatriste, archiduque de Emerita Augusta (AKA Meryland), como en el resto de viernes-noche de su vida adulta, se encontraba a bordo de su carruaje Ford Fiesta, rumbo a Pachá, en búsqueda de lo que hacía todos los viernes noche, cuando montaba a lomos de su ford-fiesta: Reclamar su derecho de pernada.

Ruperto se había puesto las joyas de la corona (concretamente los oros en el cuello, y los dudosos diamantes en las orejas), se había peinado con toda la gomina que le quedaba en su bote casi-caducado, y se había sobre-perfumado con la popular fragancia Diesel. Se le podía oler, lo comprobé, a veinte metros a la redonda. Lo tenía todo: Ruperto Alatriste, archiduque de Emérita Augusta, se había puesto to reshulón. Empezaba por fin lo que tanto había esperado desde el último viernes noche.

¿Por qué le molaba tanto a Ruperto irse a Pachá Meryland todos los viernes a la noche? "¡Acho -contestó cuando le pregunté- no me ralles primo!". Más tarde comprendí la naturaleza de todo esto; dicho periplo suponía la más armónica unión de las dos actividades favoritas para un archiduque tan marchoso como era él: Ir de caza y reclamar su derecho de pernada. No obstante, estas dos acciones, mas bien podrían simplificarse en una: intentar folletear con la plebeya más jamona de Pachá Meryland.

Ruperto Alatriste era mi primo. Y esa noche yo estaba de copiloto. Iba a presenciarlo todo.

Mi relación con él pocas veces trascendió de lo estrictamente familiar, desde que éramos pequeños al menos. Por aquel entonces, cuando yo tenía seis y él ocho (o así) cualquiera del pueblo diría que éramos uña y carne. La liábamos parda siempre que podíamos y éramos la pesadilla de una familia que, por culpa nuestra, dormía siempre con un ojo atento a nuestras continuas gamberradas. Después, bueno, crecimos de manera diferente: mientras yo me empecé a interesar por la literatura, cómics y videojuegos, él se preocupó más por fumar porros a todas horas e ir al poli a por chicas. Ahora, apenas coincidíamos en el pueblo en verano, o en algunas de sus visitas a Salamanca. Sin embargo nuestra relación nunca dejó de ser familiar, por eso cuando me dijo "Eh Jota, ¿nos tomamos unas rallitas y nos vamos pa' Pachá a ligarnos unas mozas? Va, vente con el primo Rúper que hace un huevo que no nos vemos". No pude negarme a hacerlo.

Para Ruperto Alatriste la droga era importante; para mí, un poco menos.

Dicho y hecho: Tres rallas consecutivas del speed más barato que se pudiera conseguir en Extremadura corría por nuestras venas mientras conducíamos a toda pastilla. La música era lo de menos, porque la Máxima FM creaba en nuestras mentes un efecto totalmente redundante a lo que nos había provocado la droga. No sé cómo lo hizo, pero el archiduque Ruperto Alatriste, el primo del pueblo, me había contagiado en media hora su perpetuo ímpetu cani y su determinación para emprender tal noble misión, como es reclamar el derecho de pernada.

A Rúper le decían archiduque porque así se llamó siempre en el LoL.

Cuando por fin llegamos a Pachá Meryland, lo primero que sentimos al bajar del coche fue el olor del pis del botellón. "Primo, bienvenido a mis tierras" me dijo Ruperto Alatriste, archiduque de Emerita Augusta, aún con la nariz blanquecina por el speed. Abrimos el maletero, subimos el volumen de la máxima FM y empezamos a beber el botellón que habíamos preparado en casa: Vodka azul con red-bull. No preparamos mucho (solo llenamos una botella de fanta limón vacía) porque, según el primo, para estas cosas hay que estar lúcidos.

Entramos por fin a la disco, después de hacer la cola y pagar los pertinentes 15 euros que nos costó la entrada. Era la una de la mañana y la discoteca estaba bastante vacía "debimos habernos quedado más tiempo en la botellona" me gritó el primo en la oreja. Nos pusimos los sellos y salimos en búsqueda de las titis.

Vimos a un grupo de cuatro chicas; casualmente conocía a una de ellas de mi oscura etapa en el instituto. Se lo hice saber al archiduque y este infló el pecho, endureció sus brazos y empezó a caminar mecánicamente hacia el grupo de las tías para iniciar su cortejo. Conocedor de las técnicas de seducción, mi primo me utilizó como 'abridor' para entrar a las chicas: "Eh chicas, a mi primo se le ha caído el inhalador y es asmático ¿Lo habéis visto por aquí?". Al principio algo preocupadas por el asunto, no tardaron en tranquilizarse y ponerse a hablar con nosotros. Odié a mi primo durante un buen rato (la de mi instituto apenas me reconoció, solo un "Tu cara me suena de algo, ¿o soy yo?") y su forma estridente de ser... no hacía más que sentir rechazo hacia cada una de ellas.

Al rato, sin embargo, llegaron dos hombre más altos, más atléticos y más guapos que mi primo y que, por supuesto, yo. Los 'alfa' se olvidaron de saludarnos y se llevaron al rebaño de chonis dentro de la discoteca, que parecía llenarse. "Tenemos que volver, tenía una a huevo, primo". Y volvimos.

Dentro allí estaban, y bailamos Danza Kuduro con las dos que no se encontraban morreándose con los dos maromos de antes. Eran, con diferencia, las menos atractivas del grupo. A mi primo le pareció importarle más bien poco (¿se había metido más droga?). Yo me fui a la barra para aprovechar mi consumición.

Pasé quince minutos allí hasta que la camarera se dignó a atenderme y a servirme un sucedáneo de gin tonic, sin limón y con un dedo de ginebra. Mientras bebía aquella cosa en la barra, oteé el horizonte en búsqueda de mi primo. De repente, sentí una palmada fuerte en mi espalda: Era el Adri, otro amigo del pueblo. Lo recordaba con cariño, porque era de los pocos niños que también disfrutaban con los cómics como hacía yo, sin embargo, su mudanza hizo que perdiésemos el contacto. Ahora estaba igual, pero con cincuenta kilos más de músculos, diez gramos más de gomina, y dos millones de neuronas menos. "¡Ye loco! ¡Cuanto tiempo acho!". Le saludé brevemente y escapé a los baños en cuanto pude.

Cuando salí del aseo allí estaba Ruperto Alatriste, en la puerta del de las mujeres. "Primo, misión conseguida. Tengo a una en el baño, así que cuando salga nos vamos a casa ¿o prefieres bailotear un poco más?".

Le dije que ya era suficiente bachata por hoy.

Pasaron treinta minutos cuando 'su chica' salió de ahí. Me enteré semanas más tarde que a esa chica le decían Fiona. No la conocía de nada: lo único que supe de ella fue que algo raro le ocurría en su estómago, ya que el vómito que dejó en el coche de regreso a casa terminaba en sangre. No soy médico pero eso no parecía normal. Me dejó Rúper finalmente en la puerta de mi casa, tras haber hecho tres rodeos para evitar los controles de alcoholemia. Solo habían pasado tres horas desde nuestra partida.

Me costó dormir aún por el poco speed que no había procesado mi cuerpo.

El archiduque Ruperto Alatriste, por su parte, ya estaría en su casa, haciendo el mínimo ruido posible para no despertar a su madre, contento de haber hecho efectivo, una vez más, lo que es suyo: el derecho de pernada.


domingo, 5 de julio de 2015

Vértigo de verano

Cuando bajó del autobús, lo primero que sintió el Graduado fue un vaho que le asfixiaba la boca. Ahora por fin había vuelto a la Ciudad-Verano, donde el calor, los ventiladores y cada uno de los cincuenta integrantes de la familia-mosquito, le esperaban ansiosamente. El graduado volvía, después de cuatro años, justo adonde empezó.

Todo le parecía muy paradójico y curioso: la ciudad que antes formaba parte de su zona de confort, ahora se alzaba como una ruina de misterios que convergían con vagos recuerdos. Volvía cuatro años después, pero, para él, era como si hubiesen sido cuarenta. El Graduado no solo era el mismo, sino que además había cambiado tanto que podríamos decir que nació en algún momento de esos últimos cuatro años; Por lo tanto, el Graduado nunca había pisado ciudad-verano. Lo había hecho otro.

Así, tras desempacar la segunda de sus cuatro maletas que cargó de Ciudad-Universidad a Ciudad-Verano, podríamos entender el porqué de su repentina decisión de quitarse la ropa y meterse en la bañera.

No era el sudor lo que se tenía que sacar. Era el vértigo.

¿Qué sentido tenía desempacar todas sus pertenencias (que poca cabida tenían en la casa de su padre)? ¿Cuánto iba a durar el verano? ¿Cuánto iba a durar él mismo en Ciudad-Verano? ¿Sería otra parada efímera o tendría que volver a construir una zona de confort?

Cerró los ojos y se dejó refrescar.

Ya de noche, observó desde la terraza las luces de Ciudad-Verano con el mismo vértigo, que en aquel instante se concretaba en dos hechos: Los ocho pisos que separaban su casa del suelo, y las tantas preguntas que no supo contestar durante los meses precedentes. Además, esta situación le recordaba claramente a cómo se sentía cinco años atrás, justo antes de decidir su marcha a Ciudad-Universidad. Sin embargo, ahora todo era diferente, ya que el Graduado nada tenía que ver con aquel que había empezado la aventura universitaria. El vértigo pues, se empañaba del verano, que era húmedo, y de su pelo, que era largo.

El verano del vértigo recién había empezado y el pronóstico auguraba una próxima ola de calor. Sabiendo todo esto, hizo lo mejor que podía haber hecho: Estrenar una libreta y empezar a arrugarla.

Quedarse en el suelo era morir en la lava.




Empezaba algo bueno.

jueves, 18 de junio de 2015

El graduado

Prácticamente en pijama, el graduado terminaba de sellar el paquete con las cosas que su hermana se había olvidado tras su marcha de aquella mañana. Afuera diluviaba, y las gotas rebotaban violentamente contra el cristal de la ventana. Temblaba el cielo, pero el graduado ignoraba esto. Tardaría poco en llegar.

Miró el cronómetro del móvil y vio que había pasado exactamente 43 minutos desde el momento en el que había ingerido una ración de setas alucinógenas. Era su primera vez, y estaba tan ilusionado como solo. Ahora que era graduado, que había alcanzado el principal objetivo de los últimos cuatro años, se podía tomar el gusto de debutar con una experiencia psicodélica. 43 minutos, podía ocurrir en cualquier momento.

Tres horas antes, cuando se encontró con el camello en las puertas de su ex facultad, había tenido un pequeño encontronazo con Antonio, el drogadicto que siempre pulula por el campus recolectando cigarrillos y monedas de los ingenuos estudiantes. El piscodélico, como solían llamarle, se mantenía siempre atento, así que pilló al joven con el camello que seguramente también era el suyo. El graduado no se perturbó ante la llegada del yonqui, le conocía desde hacía bastante y este a él, aunque aquel decadente nunca supo memorizar su nombre, seguramente porque el chico no fumaba y, por lo tanto, no tenía cigarrillos para ofrecerle. Pues bien, con la mirada perdida y el caminar automático, Antonio, el piscodélico, le preguntó que qué había pillado.

-Setas.

-¡Eso te deja secuelas!

De vuelta a su cuarto, el graduado cerró los ojos y se limpió el sudor de la frente. ¿Seguía teniendo la fiebre que llevaba tres días seguidos arrastrando? ¿Cómo podía eso influir en el efecto de la droga?. Quizás las palabras de Antonio le habían afectado, aunque él sabía que si alguien podía conocer las secuelas, ese era el piscodélico. Pero de cualquier modo, todo esto daba igual. Las setas estaban ingeridas y ya no había marcha atrás. Y menos en ese instante, cuando sus pupilas empezaban poco a poco a dilatarse. Entonces se cambió torpemente de ropa, se puso abrigo y zapatillas y salió a la calle. Tenía un total de cinco horas para disfrutar del viaje. Afuera, al menos, había dejado de llover.

La calle estaba vacía, todo lo vacía que podía estar un lunes a la una de la mañana. El graduado emprendió su camino, disimulando torpemente los efectos que estaban empezando a aparecer. No muy lejos de su casa, se encontró con su amigo alemán con el que había quedado para compartir camino, aprovechando que vivía un par de calles más abajo. Al estrecharse las manos y comenzar con el paseo, el graduado notó algo raro: La luz que los rodeaba empezó a oscilar de tono, pasando a ser de blanca a azul, repetida y pausadamente. El bávaro se dio cuenta de qué algo pasaba:

-¿Estás bien?

-Sí, aunque creo que tengo algo de fiebre- contestó el chico. Le divertía ocultarle este dato al alemán, quien se volvería a su país acompañado de muchas anécdotas raras de Salamanca.

-Bueno, estos están en la Imprenta ¿Vamos?

El graduado asintió y se pusieron de camino. Las luces, mientras tanto, siguieron oscilando de azul a blanco y el efecto que tenía sobre el suelo mojado daba un matiz muy cinematográfico a la conversación que tenían y al trayecto en sí. ¿De qué habla? se peguntó el joven mientras el Alemán comentaba cosas acerca de los parecidos entre Galicia y Baviera. El graduado se giró desoyendo en todo momento y vio como la calle que habían dejado atrás se alargaba y estiraba. Sentía que miraba en alta definición, a pesar de que muchas cosas que veía antes no estaban, como algunas sombras que se proyectaban formando cuerpos oscuros, como aquella cara del Che Guevara, que creyó ver en la fachada de la iglesia. Ya había entrado en la mitad del viaje. El bávaro seguía con lo suyo.

Llegaron a La Imprenta y se encontraron con varios amigos suyos. Estaban sentados en el suelo a las puertas de chapa del bar, que cerraba pronto los lunes. El alemán empezó a hablar con una chica, y el graduado se acercó a sus amigos para contarles en dónde se había metido. Entre risas, tres de los otros chicos confesaron también ir drogado: dos con lo mismo, y el otro con marihuana. De modo que nuestro hombre se sentó en el suelo y comenzaron a divagar. El efecto de la droga seguía estable y había conseguido la maravillosa proeza de desautomatizar algo tan interiorizado como puede ser la esquina de La Imprenta. A los ojos de El Graduado se encontraba en un sitio completamente nuevo, a pesar de haber pasado por ahí cada fin de semana durante sus últimos cuatro años en Salamanca. Se dio cuenta de que las setas le habían afectado tanto a nivel perceptivo (las luces y sombras) como a nivel reflexivo. Miraba y pensaba diferente, y además sentía el tiempo de manera extraña. Podía tanto meditar intensivamente, destripar completamente lo que pensaba de las cosas en cinco minutos, como escuchar un chiste de humor negro de alguno de sus amigos y reírse durante una hora. Esto último sucedía con el chico afectado por la marihuana, con el que formaron un dúo cómico muy complementario durante aquella noche.

Pero pasaron las horas y él seguía drogado pero sus amigos no. Los tres que estaban con él se fueron a sus casas a dormir; el graduado, por su parte, se quedó solo con el alemán y la chica, con la que seguían hablando. Entonces el chico aprovechó e hizo algo muy simple que llevaba tiempo queriendo hacer: Cerrar los ojos. Simplemente para ver lo que había cuando lo alucinógeno recorre tu cuerpo. Lo que pasó no fue del todo agradable.

Cerró los ojos y vio caras, caras que le observaban. Caras que empezaban por ojos y acababan en sonrisas. Ni de hombre ni de mujer, eran caras etéreas sin pupilas, pero con expresión alegre, de euforia. Parecían totems, personalidades de otro plano o de otra dimensión, que le observaban a través de aquella brecha que unos gramos de setas habían creado. El graduado sudaba, pero no abría los ojos. No estaba asustado, sabía que todo era producto de un condicionante externo. Quería seguir viendo a estos seres, quería seguir viéndose, quería ir un pasó más allá. Pero alguien de fuera le tocó el hombro.



Abrió los ojos, y vio el cielo que amanecía. Era la chica con la que estaba hablando el alemán. Era, efectivamente, su hermana.

-Vamos a casa Antonio, que estás ardiendo.

El mundo volvía a ser un lugar normal: La esquina de La Imprenta volvía a gozar de su vulgar suelo pegajoso, olor a pis y viejos yendo a misa, y las calles volvían a estar secas y con las farolas apagadas. Amanecía,  definitivamente, otro día completamente normal en Salamanca. Antonio lo notaba, y respiró el aire fresco de la mañana charra mientras sentía que su fiebre, por fin, se estaba disipando. Ahora, que ya estaba liberado de la facultad, se planteaba un día bastante tranquilo con solo una cosa para hacer: Acompañar a su hermana a la estación de autobuses. Arriba el cielo se nublaba, seguramente llovería por la tarde.

Hoy no es mal día de probarlas, pensó para sí. Estaba ilusionado, sería su primera vez.

domingo, 14 de junio de 2015

Don Cochinillo

Amanecía un nuevo día y con ello otra fecha tachada en el calendario. Efectivamente, faltaba solo un día para que Don Cochinillo cumpliera sus ansiados 18 años. Llevaba mucho tiempo queriendo convertirse, a efectos prácticos, en adulto y su deseo estaba a punto de concretarse. Al contrario con lo que ocurre con la mayoría de adolescentes, no quería llegar hasta ahí solo para tener la posibilidad de, por ejemplo, adquirir alcohol, obtener el carnet de conducir o poder emanciparse. Lo que Don Cochinillo buscaba con todo su ser desde que tenía memoria, era la capacidad legal para poder cambiar de una vez por todas su condenado, ridículo y horrible nombre.

Se llamaba Don Cochinillo. Don Cochinillo Serrano Andino. Tenía casi 18 años.

Nació como un precioso bebé -sin nombre- de tres kilos y medio, pero su padre, Don Cochinillo senior (o don Don Cochinillo), no tardó en etiquetarle con el ridículo nombre, siguiendo así con la antiquísima tradición familiar que dicta que cada varón sea así llamado. Se documenta que la tradición ya va, al menos, por la decimosexta generación. Motivo de orgullo familiar para una familia que ni destaca ni destacó en nada más a parte de esto.

Don Cochinillo no son dos nombres, sino uno compuesto. Sin embargo, siempre a los ojos de los cercanos hubo aceptación familiar hacia algunos apócopes o hipocorísticos, para poder economizar el esfuerzo que supone pronunciar un nombre tan largo como Don Cochinillo sin que entrara la risa. Al padre, por ejemplo, le decían Dondon (Como London pero con otra 'd', comenta siempre Don Cochinillo Senior), mientras que al primogénito, nuestro protagonista tacha-calendarios, se contentaba con que sus colegas lo llamasen Donco. Donco como nombre, aun siendo raro, nunca fue ni la décima parte de ridículo de lo que es su nombre completo, y, tras lidiar con cierto abuso escolar y demás, ha tenido suficiente aceptación global. En lo referido al abuso escolar, básicamente lo sufrió por su compañero Porfi (de nombre completo Porfirio) quien se reía de él simplemente porque podía. Por lo demás no hubo muchos problemas, y a Donco solo le llamaban Don Cochinillo en contados casos: Cuando iba a renovar los documentos y cuando iba a visitar al doctor. Su hermano se llamaba Juan. Don Cochinillo siempre odió a Juan.

Como se acercaba la fecha de su cumpleaños y todos conocían la decisión de Donco, Dondon decidió tener una charla con él padre e hijo. Lejos de tratar otros temas que también llevaban mucho tiempo preocupándole a su primogénito, Dondon intentó convencer a su hijo de que no se cambiase el nombre. No solo le mostró el árbol genealógico que los 'Don Cochinillo' han ido elaborado a lo largo de la historia, sino que, además amenazó con desheredarle o dejarle sin viaje de fin de curso a Magaluf, Mallorca. Al ver que ante estas amenazas su hijo se mostraba impasible, el frustrado y mal padre optó por cambiar de estrategia y decirle que si osaba a cambiar de nombre, habría un gran problema para con sus amigos o conocidos, ya que no sabrían, por ejemplo, como buscarle en las páginas blancas. Donco, naturalmente, hizo caso omiso frente a tan intrascendentes argumentos, así que Dondon tiró de épica y resaltó lo difícil que es vivir en este mundo, en el que no se para de sufrir duros golpes y en el que solo triunfan los fuertes. Aquellos que se llaman Don Cochinillo, según comentó el padre, están mejor preparados a las adversidades de  la vida, ya que desde muy pequeños han sabido enfrentarse a aquellos que les han ido atacando por su nombre. Por lo tanto, todo aquel que se llamase Don Cochinillo estará mejor preparado para triunfar. Donco no dijo nada y al cabo de un minuto se fue a su cuarto para esperar unas horas más.

Dondon se pasó el día del cumpleaños de su hijo llorando, principalmente por dos motivos: Por un lado se rompía la antiquísima tradición familiar. Por otro, él ya no sería más Don Don Cochinillo sino más bien Don Cochinillo, por lo que el apócope Dondon ya no tendría sentido.

Finalmente el cumpleañero regresó triunfal con un nuevo nombre, una nueva vida y un nuevo DNI:

Ahora ya no era más Don Cochinillo.

Ahora era un hombre nuevo.

Ahora era Ramón.

Ramón Serrano.

lunes, 1 de junio de 2015

Pequeñas victorias

Levantarse de la mesa, sonreír al de al lado, entregar los folios garabateados y salir corriendo del examen para no llegar tarde a la primera caña que brindas con el camarero.
Esta va en honor a los pocos días que aún quedan de pertenencia.

Otra pequeña victoria.

Pasear con el sol de mayo como única compañía, que calienta sin arder, que tuesta sin quemar.
Pensar en lo maravilloso que es comprender que leer y broncearse son dos actos compatibles.
Después, irse y volver, sabiendo que al anochecer las piedras de la ciudad seguirán templadas.

Otra pequeña victoria.

Correr hasta quedarse sin aliento. Sentir que al frenar, antes de querer controlar la pelota, tu pie se ancla al suelo propiciando el que será el principio de otra ampolla. Caerte de bruces por tu torpeza. Escuchar las risas de los demás y reírte con ellos.
Reírte de ti mismo.

Otra pequeña victoria.

Bailar como si fueras la única persona en la tierra. Saber que nadie está observando, ni juzgando. Abrir los ojos y ver que estás con quien quieres estar.
Querer y ser querido.

Otra pequeña victoria.

Regresar a casa solo a las once de la mañana.

Otra pequeña victoria.

Regresar a casa feliz, sin haberte marchado de Ella.

Otra pequeña victoria.


jueves, 23 de abril de 2015

Hombre al agua

Hay momentos en los que uno tiene que tomar el timón su propio rumbo, y estar dispuesto a abandonar el navío, aunque sea a nado. Supe que tenía que hacerlo, cuando me di cuenta de que llevaba meses navegando sin encontrar ninguna tierra digna a la vista. Sé que depende de cada uno, y de los barcos en los que uno esté metido, pero creo que esto es algo que todos deberíamos hacer al menos una vez en la vida. Saltar al agua. Parece de locos. Y lo es, por eso es necesario hacerlo con cabeza, porque sino lo más probable es morirse ahogado. Pero lo importante es no tener miedo, y saber hacerlo en el momento preciso. Antes de saltar, por ejemplo, me había pasado meses enteros en la cubierta observando el mar, sus mareas, vientos, y tempestades. Supe entender también las estrellas, y encontrar con gran rapidez la cruz que señala al sur. En el camarote, cuando el oleaje, el frío, o la tripulación me impedía quedarme en cubierta, aproveché para conocerme más a mí mismo y profundizar mis respiraciones, optimizar mis dorsales, y aprender la mejor manera para escaparme a nado. Pronto se acercaba el verano.

Amanecía. Casi nadie en cubierta. Estaba listo.

¿Por qué lo hice?
Por amor a mí mismo.

Salté al vacío
y sonó la campana.

¡Hombre al agua!


miércoles, 15 de abril de 2015

No cantes victoria

No cantes victoria,
solo por verme caminar encapuchado.
Eso de: "un día es el estado del ánimo del tiempo"
es fácil de decir cuando el cielo está tan gris
como mis pasos pesados y mi lento dormir.
Pero yo no lluevo, no soy el tiempo,
ni el tuyo, por más que alguno de los dos quisiéramos.
Yo no lluevo, no soy el tiempo
y si lo hago, me inundo por dentro, lejos de tus ojos.
Y si lo hago, hasta me resulta placentero.

Quién sabe.

Pero esa no es la diferencia, no.
El tiempo pasa, y es constante. Yo en cambio no.
Un día, realmente, es mi estado de ánimo. 
Un día, realmente, siempre es relativo,
y más si me acuesto a las siete de la mañana.
Un día puede durar semanas, hay veces que hasta meses.
Quisiera que este durara toda la vida, pero sé que no será así:
mañana todo será diferente.

Así que no:
No cantes, Victoria.



viernes, 13 de marzo de 2015

Sol del sur

Porque estamos vivos,
porque estamos juntos.
Porque sabemos vivir,
porque sabemos ganar.
Porque se sienten brisas del sur,
y la luna parece girar:

Abracémonos ahí,
una vez más,
donde el sol más brilla.




lunes, 9 de marzo de 2015

Marzo

Hilaba sus pasos como si de palabras se tratasen.

Saltaba, cuando la tramontana la invitaba a volar.

Quedarse en el suelo -decía- era morir en la lava.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Ultramar

"Tú naciste para volar" me dijo mi abuela el día que cumplí los dieciséis años, justo antes de darme un último abrazo que a día de hoy me sigue abrigando. Desde ese momento empecé a remar por el infinito en búsqueda de nuevos mundos. No estoy muy seguro de ello, pero creo que pasaron casi seis años desde aquel momento.

Era el más joven de un pueblo envejecido y condenado a desaparecer. Era de los pocos herederos de los primeros ancestrales y el único de ellos educado para emprender tal misión. A día de hoy a veces me regresa la duda, pero supongo que era la persona indicada.


Remé siguiendo las viejas rutas (tal como me enseñaron) y me dejé llevar por las estrellas -de noche- y comprendí las voluntades de los vientos y corrientes -de día-. Desde la distancia, puedo decir que no tardé demasiado en encontrar la primera isla, pero esas primeras leguas marinas se me hicieron eternas.

La primera isla que encontré por poco me mata. Una roca inmensa en mitad del azul. Una pared eterna protegida por muros de coral muerto. Me costó entender su naturaleza, y tardé varios días en atravesar aquellos acantilados y barreras mortales. Llegué en un día revuelto, como si no fuera bienvenido en aquel desolador lugar. He de confesar que, finalmentem cuando ya pisaba sobre ella, me he podido morir más de una vez debido a la bravura de la fauna y de la engañosa flora autóctona. Todavía conservo cicatrices, y mi tobillo jamás volvió a ser el mismo. Esa isla me marcó de por vida. 

Un peligro constante, que me ha llevado a vivir situaciones límites. Y sin embargo, eso es lo que me encantaba, ya que fue ahí donde aprendí a ser fuerte. Mis sentidos se agudizaron, y mi inteligencia se enfrió hasta que me convertí en un audaz depredador de la isla. Por las noches, dormía sobre la arena negra de sus costas pensando en lo gratificante que era saber ser el único humano viviendo allí. Nadie más fue capaz de conseguirlo. Solo yo. Le puse un nombre, y me la guardé para mí. Cuando me acostumbré a ella, decidí continuar mi camino. Porque no era una isla para vivir cómodamente, sino más bien una isla para sobrevivir y aprender en ella. Quizás, el día tranquilo de mi marcha confirmó la paz que entre ella y yo jamás necesitamos. 

Esa isla fue mi primer secreto.

El segundo viaje fue mucho más largo que el primero. Atravesé lentamente por un desierto azul, condenado a morir de sed cuando estaba rodeado de agua. Fueron semanas y meses largos. Paso a paso, dejé de ser, me debilité hasta el punto de moverme automáticamente, sin pensar, sin sentir. Mi cabeza se limitaba a escuchar el agua, en búsqueda nuevas arenas por conquistar cuando yo estaba siendo el conquistado por el mar.

La segunda isla llegó sola, cuando mi cabeza dejó de estar pendiente de lo que ocurría en este mundo. Solo sé que desperté bajo la lluvia más dulce de mi vida, sobre la arena más cómoda del mundo. Arena roja. Cuando me levanté lo supe: Había naufragado en el paraíso.

Mucho más grande y abundante que la anterior, esta isla tenía todo lo necesario para una cómoda susbsitencia. Los árboles frutales eran abundantes, la fauna marítima abundante. Todo el terreno se planteaba al rededor de un majestuoso volcán que permanecía dormido. El tercer día de la tercera semana subí a la cima. Allí descubrí que la cara sur de la isla guardaba la humedad las nubes que llegan por el sur y chocan contra el volcán, de esa cara se podía encontrar una pequeña fuente de agua potable. Le puse nombre al lugar y bajé por la ladera austral. Allí me di mi primer baño en mucho tiempo, justo antes de establecer el campamento. Viví comodamente en aquella isla durante varias lunas.

Sin embargo los meses pasaban, y cada vez me sentía más aburrido, y por lo tanto, más solo. Tampoco había nadie viviendo ahí. Aquella abundancia que había aceptado con los brazos abiertos después de haber pasado varios meses en el hastío, ahora se había convertido en rutina y aburrimiento. Él único reto que me pudo haber ofrecido la isla fue el temblor de tierra que precedió el día de mi marcha. El volcán solo estaba durmiendo la siesta. Recogí todos los suministros que pude y me despedí agradeciendo al volcán o a lo que sea que me haya llevado hasta allí.

El viaje continuó, y aparecieron islas, piedras, atolones o islotes de todo tipo, pero ninguna como las anteriores. Las dudas acompañan el remar, y abundan sobretodo cuando llega la marea baja. No sé hacia donde voy o si viajo en círculos, pero creo que la deriva y el viento me llevan más lejos que mis propios brazos. Pienso en mis islas y hay veces que no las quiero, y sin embargo deseo al mismo tiempo tener dos, tres o tres cientas más.

¿Qué tan rico soy si teniendo dos islas, al mismo tiempo no tengo ninguna?

"Naciste para volar" me contesto, cada noche de luna llena.

sábado, 14 de febrero de 2015

Si me ves

Amo hablarte con las puntas de mis dedos,
y soñar con ser el sol que te broncea.
Amo discutirte estúpidamente con la mirada,
 y gritarte en silencio cuando callas
Amo cantarte al oído a kilómetros de distancia,
y desgastar tu nombre en menos de una semana.
Amo perder las palabras
(silencio)
y dejarme así.

No sé en cuál de todas las historias dejé mi voz. 

martes, 3 de febrero de 2015

Un millón de años luz

Porque solo muero los domingos,
para que los lunes ya me sienta bien.
Porque viajo al sur en invierno
para encontrar el verano en febrero.
Porque quiero convertir la distancia en tiempo
para preguntarme una y otra vez:
¿Qué es un millón de años luz?
Cuando la eternidad cabe en un simple momento.


jueves, 22 de enero de 2015

Nomeolvides

Estaban en el aeropuerto más pequeño del mundo.
Ella lo observaba como le cogía fuerte de la mano.
Él la contemplaba perdido, superado por la nostalgia del futuro.
Después de solo unos días, su escapada había llegado al final.
No se volverían a ver, no como esos días se vieron. Lo sabían.
Se miraron. No se dijeron nada. Ni una sola palabra.
Se abrazaron. 
Él le dio la maleta. Ella le dio un beso.
Cruzó el control de seguridad. No se giró en ningún momento.

Cada uno continuó su camino
con flores de nomeolvides como único recuerdo.